Culturas


 Cuando en un grupo humano se hace presente la muerte, éste reacciona según unos hábitos ancestrales y, en general, fijados de antemano. La muerte, por mucho que se espere, es siempre una sorpresa, por lo que en todas las culturas y todas las épocas se han desarrollado tipos de actuación frente a esta eventualidad: son los usos funerarios y el duelo.
Todas estas actuaciones son de difícil interpretación por su polivalencia, y responden, en general, tanto a determinadas creencias como a la necesidad vital de manifestar el afecto que se tiene al difunto, sin olvidar el temor respetuoso ante la realidad inevitable de la muerte. La interpretación de estos ritos no debe hacerse, por tanto, de manera ligera, si no se quiere caer en el ridículo que refleja esta anécdota del antropólogo Radcliffe – Brown: un australiano preguntó con sorna a un chino, que estaba colocando un tazón de arroz junto al cadáver de su hermano, si creía que el difunto iba a venir a comerlo; el chino respondió que no, pero a su vez preguntó si los cristianos creían que sus difuntos pueden ver y oler las flores que los familiares les colocan en sus tumbas.
Algunos de los ritos realizados con el cadáver tienen frecuentemente por objeto individualizar la causa de la muerte. Así, por ejemplo, en el sudeste de Australia se ha observado que, tras el fallecimiento de una persona, el cuerpo del difunto era sostenido por dos hombres mientras un tercero le golpeaba suavemente con unas ramas verdes pronunciando distintos nombres. En realidad se espera que, al pronunciar el del causante de su muerte, quizá por la violencia o mediante ritos mágicos, el cadáver y sus portadores experimenten una sacudida, con lo que podría ser castigado el culpable. Pero, si los causantes son los espíritus malignos, nada se podrá hacer.
A veces, los distintos ritos observados son manifestación de un cierto horror a la muerte y de temor ante la vuelta del difunto, eventualidad frente a la que hay que protegerse. Así, encontramos en la India diversas costumbres, que pueden rastrearse también en otros pueblos distantes y diferentes: sacar al difunto por un orificio de la pared y no por la puerta de la casa, borrando después toda huella de la salida; hacer el camino de vuelta desde el cementerio por distinto lugar o en distinto orden del que se usó durante la procesión de ida. De nuevo las explicaciones de estos ritos, sumamente extendidos, son variadas: por una parte, pueden manifestar el deseo de los deudos de que al difunto le sea imposible volver a su antigua morada; o quizá intenten engañar a los demonios o espíritus malignos, los cuales se piensa que están listos a la puerta para arrojarse sobre el difunto en cuanto salga de los umbrales de la casa; o, simplemente, como sucede con costumbres indoiraníes y persas, se trata de evitar que se escape con el cadáver la felicidad de la casa.
Pero no siempre es temor lo que existe ante los difuntos. Numerosos usos denotan también una absoluta falta de temor ante ellos. Por ejemplo, la costumbre de las plañideras, que se lanzan a besar a los difuntos, o la de dormir los parientes pegados al muerto, ambas constatadas en ciertas islas de Melanesia.
La misma polivalencia tienen las costumbres de duelo que encontramos en otras culturas, prácticamente en todas. Una de las más extendidas es la de raparse el pelo o la prohibición a los hijos del difunto de afeitarse durante el tiempo que dura el duelo. A ello se une, a veces, y la Biblia nos da de ello numerosos ejemplos en todo el Medio Oriente antiguo, la costumbre de practicarse incisiones en el cuerpo o en la lengua hasta derramar sangre: costumbre que encontramos también entre los lejanos aztecas, que durante el: luto se punzaban la lengua con una espina de maguey. Podríamos aportar otros testimonios, hasta casi el infinito, de la Grecia clásica y moderna, el Egipto (testimoniados en las pinturas de sus pirámides), de Irán o Australia, de África y del mundo árabe.
El vestido de luto tiene también una antiquísima tradición. La misma Biblia nos ilustra abundantemente sobre ello: ante la noticia de una muerte, sus parientes o amigos se rasgan los vestidos, se hacen un sayal, se visten de saco, se cubren el rostro y se esparcen cenizas sobre la cabeza. Son todos ellos rasgos específicos del duelo, los cuales aparecen, juntos o separados, prácticamente en todas las zonas de la Tierra, hasta llegar a nuestra costumbre occidental del negro vestido de luto o el velo cubriendo la cara de las mujeres. Y no convendría dejar de hacer una alusión a otra costumbre, también universal: las lamentaciones mortuorias, a veces encargadas a plañideras profesionales, de lo que se deduce su carácter predominantemente ritual.
Como siempre, y es ya algo repetido, la interpretación del significado de estos gestos y ritos es complicada. Con el cambio de vestido, con laceraciones y los golpes, o los gritos de las lamentaciones, ciertamente parece quererse expresar dolor, y dolor real, ante la desaparición de un ser querido. Pero hay también un mundo de creencias y convicciones tras estos gestos universales, que a veces escapan al hombre moderno. Es posible que, en algunos casos, el cambio de vestido sea un gesto simbólico para hacerse invisible al espíritu del muerto e impedir que se quede entre sus familiares en la casa. Y probablemente el afeitado o rapado del cabello tenga relación con un primitivo significado atribuido al cabello del hombre, el de ser la sede de su vigor y fuerza vital; en este caso, sacrificar el cabello es sacrificar algo vital propio y ofrecerlo al dios de la muerte, para que con ello se proporcione vida al fallecido. La misma explicación parece tener el derramamiento de sangre en honor del difunto: la sangre, sede de la vida según muchas culturas, comunica vida al muerto y establece una alianza vital entre él y los deudos que la derraman; o, simplemente, en concepciones más primitivas, sirve de alimento al difunto para que pueda seguir viviendo tras abandonar este mundo.
El duelo está generalmente regido por un estricto protocolo y es al mismo tiempo un deber religioso y social; su expresión externa certifica ante el difunto la certeza de que no está olvidado, creando a la vez una nueva relación con los antepasados muertos y fortaleciendo en consecuencia la unidad social, que sufriría un debilitamiento si faltasen los ritos del luto con toda su tremenda carga de significados.


RITOS FUNERARIOS DE LOS TORADJAS (Célebes Centrales)

 Celebraban dos funerales. En el primero se depositaban los cadáveres en chozas provisionales fuera de la aldea; en el segundo se levaban y recogían los huesos para enterrarlos.
El cadáver es amortajado inmediatamente después de la muerte, a poder ser por la misma persona que se ocupará luego de recoger sus huesos. No se lava, ni se quitan los vestidos ordinarios, se colocan encima ropas nuevas y hermosas. En su boca se introduce polvo de oro o unas cuentas blancas que se suponen son el alimento de su espíritu. A veces también se colocan cuentas sobre los ojos, un espejo sobre el pecho y monedas en las mejillas y frente. Se corta un mechón de cabello al muerto, también las uñas y junto con el cuchillo empleado se envuelven en un paquete que se guarda en la casa, sirviendo durante el primer funeral como sustituto del muerto. Una vez amortajado, el cadáver se exponía en la casa, sobre él se levantar Una especie de baldaquino con postes de bambú y telas (batuwali). En torno a éste se trazaba un círculo que no podía traspasarse para proteger al muerto contra los hechiceros y las otras almas. El fuego debía permanecer encendido y los que velaban al muerto no podían dormirse so pena de producirle perjuicios. El ataúd era a modo de un bote y antes de retirarlo una hechicera celebraba un rito chamánico para evitar que las almas de los parientes siguieran al muerto. Al trasladarse el ataúd a su nuevo lugar, se tomaban todo tipo de precauciones para que el alma del muerto no encontrara el camino de regreso. Con este objeto era sacado por la ventana o se derribaba una pared. La choza que servía de refugio provisional al muerto era situada al norte, sus u oeste del poblado para que no volviera; no tenía paredes y sí un techo muy bajo. El ataúd se depositaba con los pies hacia el oeste y antes de cerrarse la cubierta, con nueve vueltas para el varón y ocho para la mujer, se insertaba una caña hueca de bambú para dar salida a los humores de la descomposición. Además se colgaban del techo algunos objetos del muerto y alimentos. Al terminarse con todo ello se despedían del muerto, instándole a que permaneciera allí con los espíritus parientes y que no regresara. Se le pedía que guardara por ellos, protegiéndoles la cosecha, y marchaban los vivos al poblado. El batuwali era conservado en la casa del difunto por si retornaba, durante una semana aproximadamente. Si el difunto era importante, este primer funeral terminaba sólo después de haberse sacrificado en su honor la cabeza de un hombre: un enemigo, un sospechoso de brujería, etc.
Tiempo más tarde se celebraba el segundo funeral. Debido al elevado coste de esta ceremonia se esperaban varios años hasta contar con un número suficiente de difuntos. Los huesos eran recogidos y transportados al lugar de la ceremonia, allí se sacrificaba un búfalo y una hechicera entonaba una letanía que narraba el despertar de los muertos y su viaje desde el mundo inferior al lugar de la ceremonia. Se les festejaba con cánticos y danzas durante toda una noche, tiempo en que podían establecerse relaciones sexuales libres entre cualquier pareja. Al día siguiente las almas eran conducidas al lugar definitivo de su descanso.


RITOS FUNERARIOS DE LOS HIMBA. (ABATI, F. G. (1992) Los Himba. Etnografía de una cultura ganadera de Angola y Namibia. Amaru Ed. Salamanca.)

 Los ritos de muerte o fúnebres son denominados Omu-Koti, destacando entre todos los acontecimientos sociales de los himba, pudiendo llegar a convertirse en auténticas hecatombes en el caso del óbito de un poderoso jefe de poblado. La duración de los funerales está en relación con la riqueza en ganado del fallecido, pues entre los objetivos del funeral está el expresar lo rico que había llegado a ser.
Para acompañar el ritmo de los cantos no se puede utilizar el tan-tan, salvo cuando el fallecido es un otjimbanda, cuyo funeral requiere de lamentos más espectaculares. Actualmente se entierra al muerto en posición de decúbito supino envuelto en la piel (otjinguma) de su buey favorito (ohivirikua). Antiguamente se enterraba el cuerpo en posición sentada con las piernas juntas. A distancia del poblado se encuentra el cementerio (oma-langalo), que puede estar señalado por unas estacas de madera. Sobre las tumbas se colocan losas de piedra. Los himba no tienen flores, por eso ponen ramas de árboles sobre las tumbas de sus antepasados. Las cornamentas de los bueyes sacrificados en su honor quedan sujetas a algún árbol cercano. La carne del ganado sagrado no se come por respeto al difunto, pues eran animales queridos por él. El ganado sagrado se mata en el campo y se trata de enviar el espíritu de estos animales sagrados a la eternidad, junto con el difunto.
Si quien muere es un niño, no se celebra funeral y sus familiares y amigos llorarán dentro de sus chozas. Al segundo día el padre mata un buey no sagrado y todas las personas acuden para comer.
Si el niño es muy pequeño no se le entierra en el cementerio, sino en el corral de las terneras, en el centro mismo del poblado y no se guarda luto (el cual consiste para el hombre en descubrir el cabello, llevándolo al aire sin cortárselo. El collar se lleva con algunas vueltas de menos).
Al niño se le envuelve en una piel de oveja o de cabrito (ondikua), en la que la madre lleva al niño.
Cuando el padre comunica a la madre de su esposa que su nieto ha muerto, paga una ternera (ongombe ondema) al tío de la esposa (hermano mayor de la madre). De esta manera se refuerza el eanda de madre. Si el padre no quisiera dar la vaca, la familia de la esposa se va llevándose a ésta a su kraal.
Si quien muere es una mujer (kuapanyara omukadendu), el funeral se celebra junto a su propia casa o junto a la casa de su padre, si era soltera. Se sacrifican en el campo entre uno y cuatro bueyes. Las cornamentas adornarán su tumba y la carne de las reses será comida por las alimañas.
La ceremonia principal consiste en la entrega del ekori (tocado de piel) de la fallecida, que el viudo debe dar, además de un buey a su suegra o a una hermana si aquella ya no viviera. Los bueyes de la mujer no se tocan pues corresponden por herencia a su hijo.
Las cornamentas de los bueyes, sacrificados por el marido en honor de la mujer, se colocan junto a la casa de la fallecida. Los cuernos se frotan con kidé (el polvo rojo con que se untan las mujeres). En el entierro se llevan al cementerio y se colocan junto a su tumba.
Toda la familia se quita los collares y después que acaba el sepelio, el padre de la mujer mata un buey, y todos participan en la comida. Se vuelven a poner los collares, pero ahora se colocan alargados, colgados sobre el pecho y no pegados al cuello.
Si la mujer murió por la mañana, se la entierra por la tarde, y si murió por la tarde, se la enterrará a la mañana siguiente. Antiguamente se espera a que vinieran todos los parientes antes del entierro, pero ahora se efectúa éste antes de que empiece la putrefacción del cadáver.
La diferencia, en el caso de que muera un hombre, es que el ritual se celebra junto al okuruwo y no en la casa. El lugar concreto se llama muvanda, entre la casa grande y el okuruwo. Los bueyes se sacrifican en el otjoto, donde se cocinan y se comen. Se inmola el buey favorito del rebaño sagrado del muerto, cuyo cuerpo será enterrado envuelto en la piel del buey. En el caso de que el muerto sea el jefe del Kraal, las celebraciones de sus funerales pueden alargarse durante un mes, tiempo durante el cual acuden todos sus familiares y amigos. Para tales rituales se puede llegar a sacrificar más de cincuenta bueyes.
Para la viuda el luto consiste en llevar el collar colgado con algunas vueltas menos, quitarse los adornos y las pulseras de su muñeca, y cortar los adornos de las piernas, dejando sólo un tercio de su longitud en la parte central. También llevará los cabellos desarreglados.
Pasados entre seis y doce meses se vuelve al cementerio y se sacrifican más bueyes (normalmente dos). Durante tres días se celebra una fiesta, en la que se come carne en abundancia. Según los himba, esta fiesta, después de la cual ya se deshacen los signos del luto, ayuda al muerto alegrando su espíritu.
La fiesta comienza de mañana yendo en comitiva las mujeres delante, el ganado en medio y los hombres detrás. Los niños quedan en el poblado.
Cuando llegan al cementerio ponen ramas con hojas encima de las tumbas, para agradar a los espíritus de los muertos y muchos lloran de alegría.


RITOS FUNERARIOS DE LOS AZTECAS. (SAHAGÚN, B. Historia General de las cosas de Nueva España. Libro III, apéndice, capítulo I. Citado por Mircea Eliade en Historia de las creencias e ideas religiosas.)

 Las ánimas de los difuntos que iban al infierno son los que morían de enfermedad, ahora fuesen señores o principales o gente baja, y el día que alguno se moría, varón o mujer o muchacho, decían al difunto echado en la cama, antes que lo enterrasen: iOh, hijo!, ya habéis pasado y padecido los trabajos de esta vida; ya ha sido servido nuestro señor de os llevar, porque no tenemos vida permanente en este mundo, y brevemente, como quien se calienta al sol, en nuestra vida; hízonos merced nuestro señor que nos conociésemos y conversásemos los unos a los otros en esta vida, y ahora, al presente, ya os llevó el dios que se llama Mietiantecutli, y por otro nombre Acuinahuácatl o Tzontémoc, y la diosa que se dice Mictecacíhuati, ya os puso por su asiento, porque todos nosotros iremos allá, y aquel lugar es para todos y es muy ancho, y no habrá más memoria de vos; y ya os fuisteis al lugar oscurísimo que no tiene luz ni ventanas ni habéis más de volver ni salir de allí, ni tampoco más habéis de tener cuidado y solicitud de vuestra vuelta. Después de os haber ausentado para siempre jamás, habéis ya dejado/a vuestros hijos, pobres y huérfanos, y nietos, ni sabéis como han de acabar, ni pasar los trabajos de esta vida presente; y nosotros ya iremos a donde vas estuviéres antes (de) mucho tiempo.
Después de esto hablaban y decían al pariente del difunto diciéndole: ¿Oh, hijo; esforzaos y tomad ánimo, y no dejéis de comer y beber, y (a)quiétese nuestro corazón. ¿Qué podemos decir nosotros a lo que Dios hace? ¿Por ventura esta muerte aconteció porque alguno nos quiere mal, o hace burla de nosotros?. Es por cierto porque así lo quiso nuestro señor, que este fuese su fin. ¿Quién puede hacer que una hora o un día sea alargado a nuestra vida presente, en este mundo?. Pues que esto es así, tened paciencia para sufrir los trabajos de esta vida presente y (que) la casa donde éste vivía esperando la voluntad de Dios, yerma y oscura de aquí adelante, y no tengáis más esperanza de ver a vuestro difunto. No conviene que os fatiguéis mucho por la orfandad y pobreza que os queda ; esforzaos, hijo, no os mate la tristeza!. Nosotros hemos venido aquí a os visitar y a consolar, con estas pocas palabras, como nos conviene hacer a nosotros, que somos padres viejos, porque ya nuestro señor llevó a los otros, que eran más viejos y antiguos, los cuales habían mejor decir las palabras consolatorias a los tristes. Y con esto ponemos fin a nuestra plática, los que somos vuestros padres y madres; quedaos a dios.
Y luego los viejos ancianos y oficiales de tajar papeles cortaban y aderezaban y ataban los papeles de su oficio, para el difunto y después de haber hecho y aparejado los papeles, tomaban al difunto y encogíanle las piernas y vestíanle con los papeles y l ataban; y tomaban un poco de agua y derramábanla sobre su cabeza diciendo al difunto: Esta es la de que gozasteis viviendo en el mundo; y tomaban un jarrilllo de agua, y dándoselo diciendo: Veis aquí con que habéis de caminar, y poníansele entre las mortajas, y así amortajaban al difunto con sus mantas y papeles, y atábanle reciamente; y más daban al difuntos todos los papeles que estaban aparejados, poniéndolos ordenadamente ante él, diciendo: Veis aquí con que habéis de pasar en medio de dos sierras que están encontrándose una con otra; y más le daban al difunto otros papeles, diciéndole: Veis aquí con qué habéis de pasar el camino donde está una culebra guardando el camino. Y más daban otros papeles diciendo: Veis aquí con qué habéis de pasar a donde está la lagartija verde, que se dice xochitónal; y más decían al difunto: Veis aquí con que habéis de pasar ocho collados; y más decían al difunto: Veis aquí con que habéis de pasar el viento de navajas, que se llama Itzehecayan, porque el viento era tan recio que llevaba las piedras y pedazos de navajas.
Por razón de estos vientos y frialdad quemaban todas las petacas y armas y todos los despojos de los cautivos, que habían tomado en la guerra, y todos sus vestidos que usaban; decían que estas cosas iban con aquel difunto y en aquel paso le abrigaban para que no recibiese gran pena. Lo mismo hacían con las mujeres que morían, que quemaban todas las alhajas con que tejían e hilaban, y toda la ropa que usaban para que en aquel paso las abrigasen de frío y viento grande que allí había, al cual llamaban Itzehecayan, y el que ningún hato tenía sentía gran trabajo con el viento de este paso. Y más, hacían al difunto llevar consigo un perrito de pelo bermejo, y al pescuezo le ponían hilo de algodón; decían que los difuntos nadaban encima del perrito cuando pasaban un río del infierno que se nombra Chiconahuapan; y en llegando los difuntos ante el diablo que se dice Mictlantecutli ofrecíanle y presentábanle los papeles que llevaban, y manojos de teas y cañas de perfumes, e hilo flojo de algodón y otro hilo colorado, y una manta y un maxtli y las naguas y camisas y todo hato de mujer difunta que dejaba en el mundo todo lo tenía envuelto desde que se moría. A los ochenta días lo quemaban, y lo mismo hacían al cabo del año, y a los dos años, y a los tres, y a los cuatro años; entonces se acababan y cumplían las obsequias, según tenían costumbre, porque decían que todas las ofrendas que hacían por los difuntos de este mundo iban delante del diablo que se decía Mictlantecutli; y después de pasados cuatro años el difunto se sale y se va a los nueve infiernos, donde está y pasa un río muy ancho y allí viven y andan perros en la ribera del río por donde pasan los difuntos nadando, encima de los perritos. Dicen que el difunto que llega a la ribera del río arriba dicho, luego mira el perro (y) si conoce a su amo luego se echa nadando al río, hacia la otra parte donde está su amo, y le pasa a cuestas. Por esta causa los naturales solían tener y cuidar los perritos, para este efecto; y más decían, que los perros de pelo blanco y negro no podían nadar y pasar el río, porque dice que decía el perro de pelo blanco: yo me lavé; y el perro de pelo negro decía: yo me he manchado de color prieto, y por eso no puedo pasaros. Solamente el perro de pelo bermejo podía bien pasar a cuestas los difuntos, y así en este lugar del infierno que se llama Chiconamictlan se acababan y fenecían los difuntos: Y más dicen que después de haber amortajado al difunto con los dichos aparejos de papeles y otras cosas, luego mataban al perro del difunto, y entre ambos los llevaban a un lugar donde había de ser quemado con el perro juntamente.


RITOS FUNERARIOS DE LOS VASCOS. (CARO BAROJA, J. Los Vascos)

¿Hasta qué punto, en efecto, los lugares comunes de la conversación aldeana, los refranes repetidos, las creencias con una forma muy perfilada, tienen un valor mayor que el de las figuras retóricas usadas en distintas ocasiones, en circunstancias incluso opuestas, para evitar la producción o la enunciación de un pensamiento personal?. En la postura ante el lugar común hay grandes matices: podemos hallar desde el individuo que tiene una personalidad en absoluto dominada por él hasta el que hace gala de rechazo en la proporción máxima. El tipo de aldeano aficionado a la paradoja, lo que podríamos denominar “inversión de concepto”, es muy conocido en el país. Es lo que se llama comúnmente un hombre “xelebre”. No hay que confundirlo con el gracioso profesional, con el bufón. No. Se distingue, sobre todo, por sus ocurrencias, sus comentarios, en que defiende por lo común la opinión opuesta (inversa) a la exteriorizada por la generalidad. Algunas coplas expresan su manera de pensar, que ha sido tan bien retratada por mi tío, Pío Baroja, en novelas y artículos. Este tipo de un histrionismo muy particular desempeña su papel hasta el fin. Cuando la generalidad de los hombres se ajustan más a preceptos dictados, es decir, en el momento de la muerte, el original de aldea hace una observación irónica, gasta una broma, tiene una exigencia que llena de perplejidad a sus familiares, puesto que se halla en contradicción con la gravedad del instante y, sobre todo, con las reglas.

 En torno a la muerte, hay multitud de creencias, de prácticas y de ritos. El vasco que, por temperamento, no es hombre triste, que no ha gustado de aquel tipo de poesía tenebrosa, propio de varios pueblos de Europa e incluso de la Península, en que salen con gran frecuencia cementerios, almas, etc., rodea a los difuntos de una aureola de gran respeto, reflejada por numerosos actos visibles. La muerte eriotza, eriotzea, eriotzia se personifica en algunos pueblos de Vizcaya mediante el nombre de balbe. En la parte S. de Navarra y en zonas no vascas ya, parece que también ha sido concebida de modo particular en figura de picaza negrísima o gallo desplumado. Muchos son los signos que la anuncian: si crujen las tablas del suelo o las paredes de la casa, si una gallina canta como un gallo, si los cuervos dan vueltas alrededor del caserío, si graznan éstos o cantan las lechuzas y búhos, si aúllan los perros, si las campanas tienen largos ecos, alguien morirá pronto. A los presagios o anuncios generales siguen, en los casos concretos de muerte, observaciones sobre la disposición del cuerpo del difunto o las circunstancias en que éste dejó de vivir. Si está lloviendo mucho, por ejemplo, cuando sobreviene la muerte a una persona, se cree que ésta va directa al cielo, o que la lluvia es buena señal por lo menos. Pero si al morir o al ser enterrada se desencadena una tempestad, esto es signo de su condenación.
En cuanto ha expirado le cierran los ojos, tapan los espejos, cuadros y retratos de los dormitorios y salas, y si la casa tiene escudo nobiliario lo cubren con un trapo negro, que queda durante todo el luto. La ventana del dormitorio se abre en algunos pueblos para que el alma salga, pero en otros (por ejemplo, en la Baja Navarra) uno de los parientes sube al tejado y quita de él una teja con el mismo fin. Al cadáver antes se le envolvía en un sudario ricamente labrado, y en época medieval – según testimonios recogidos por Iturriza – a los hombres se les vestía con sus mejores atavíos guerreros, se les armaba de punta en blanco, y a las mujeres se les ponían en las manos la rueca y el huso, que simbolizaban siempre su natural hacendoso. Hechos los primeros preparativos del sepelio se practican una serie de ritos públicos. Hay que dar a los amigos, al vecindario en general, la mala nueva; la Iglesia, por otra parte, con toques de campana especiales, se encarga de anunciarla. En muchos pueblos si el muerto es hombre, las campanadas son más que si es mujer, aunque en cada localidad el número establecido para unos y otras varía. Así, escogiendo dos casos, en Lequeitio y Elorrio para el hombre tocan siete campanadas; para la mujer, seis. En Ceánuri, tres para el hombre y dos para la mujer. A veces se hacen combinaciones de campanadas grandes y pequeñas, y siempre la muerte de los sacerdotes se indica con un número mayor que la de los otros hombres. Para los niños se usa un repiqueteo particular.
El aviso dado a los vecinos hay que extenderlo a los animales domésticos en general, si el muerto es el amo o el ama de la casa (Baja Navarra), o, más concretamente, a algunos de ellos, sobre todo a las abejas. Se han recogido varías fórmulas rimadas usadas en esta circunstancia desde Vizcaya al país de
Soule. En algunas, a la par, se les pide que hagan cera. Por ejemplo, en ésta, recogida en Vera:
Erletxuak, erletxuak egui zute arguizaria. Nagusia il da, ta bear da elizan arguia.
(Abejitas, abejitas, haced cera. El amo ha muerto y necesita luz en la iglesia.)
Un rito doméstico de gran trascendencia hasta hace poco era el quemar el jergón de la cama del muerto, rito que tenía lugar en un encrucijada próxima y al que se pueden dar varias explicaciones histórico – culturales. El investigador que más ha llamado la atención sobre él, don Bonifacio Echegaray, ha reunido, asimismo, una cantidad considerable de datos sobre una institución muy característica también del país: la de los caminos de difuntos. Los ritos funerarios pueden estudiarse a la luz de numerosos informes. De los más antiguos son los recogidos por Lope Martínez de Isasti en su Compendio historial, págs. 201-205; siguen los de Larramendi: Corografia. págs. 187-194. En ambos se habla de las plañideras (aldiaguilleac, adiaguilleak, erostariak), así como en las líneas que al mismo asunto dedica Iturriza, págs. 66-67. Hay, además, una porción de viejas leyes contra los abusos gastronómicos que en los mortuorios, tenían lugar. Véase, por ejemplo, Yanguas y Miranda: ,Diccionario de antigüedades. , I, pág. 382; la Provisión para que el juez de residencia en Vitoria informe sobre las comidas, bebidas y gastos excesivos que se hacían en los entierros, del 19 de setiembre de 1539 (Colección , de T. González, IV, págs. 202-203), algún artículo histórico como el de F. Grandes: Historia alavesa. Bodas, funerales, pleitos y chambergos, en ,Euskalerriaren alde, XVIII (1928), págs. 416-420, y un capítulo de la Noticia de las casas memorables de Guipúzcoa, de Gorosábel, IV, págs. 296-311.
Sobre el buey en los entierros, que apareció en algunos pueblos guipuzcoanos hasta finales del siglo XIX, Domingo Aguirre: Idia elizan, en Revista Internacional de Estudios Vascos, IX (1918), págs. 69-70; Serapio Múgica: Bueyes y carneros en los entierros, en la misma revista, XI (1920), págs. 100-105; Julio de Urquijo: ,Cosas de antaño, en la misma revista, XIV (1923), págs. 350-352; A. M. de Zavala: ,Los funerales en Azcoitia, en la misma, XIV (1923), págs. 572-587.De las composiciones poéticas de carácter funerario se habla en el capítulo relativo a poesía.
Para la época moderna hay que constar, ante todo, con el Anuario de Eusko – Folklore, III (1923), consagrado a las creencias y ritos funerarios; con el excelente estudio de B. de Echegaray: Significación jurídica de algunos ritos funerarios del País Vasco, en la Revista Internacional de Estudios Vascos, XVI (1925), págs. 94-118, 184-222, y con lo que dice Azkue: Euskalerriaren yakintza, I, págs. 213-235. Con el nombre de difuntuen bidea, gorputz bidea, andabidea, gurutze bidea, auzoteguiko bidea, etc., se conocen unas sendas o caminos que los habitantes de la zona de habitaciones dispersas usan para llevar los cadáveres al cementerio del pueblo. Se dice que estaba prohibido construir casa junto a ellos y acotar términos en las tierras contiguas y se cree que es malo llevar los muertos por otras vías, aunque éstas sean más cortas y cómodas. Como el nombre de andabidea lo indica, a los muertos se les transportaba en andas, envueltos en los referidos sudarios katona, eskuetako, Larraun, Navarra; anda izara, Ceánuri, Vizcaya, etc.). En varias localidades, hasta comienzos de siglo, al muerto le colocaban en una mano una monedita y la conducción se hacía poniéndole los pies por delante, excepto cuando se trataba de sacerdotes, con los que se seguía la norma contraria.
El cortejo fúnebre estaba ya compuesto de varias partes. Los mozos o jóvenes que viven más cerca de la casa afectada por la muerte (siempre del lado de la iglesia) llevan el ataúd (antes las andas) precedidos de sacerdotes y cantores (si es que los hay). Detrás van los hombres, con los parientes o el alcalde a la cabeza, y por último las mujeres. Aún a mediados del siglo XIX había pueblos de Vizcaya (como Elanchove) en que existían famosas plañideras pagadas. Estas recibían en aquella provincia el nombre de erostariak; nigareguileak, en Baja Navarra. Las había de varias clases: unas simplemente lloraban y se lamentaban de modo espectacular, pero otras entonaban elegías (ileta). Conocemos alguna producción antigua de este tipo, aunque no sea debida a profesionales, sino a parientes de determinado difunto.
Ya las leyes medievales (como el fuero de Vizcaya) condenan repetidamente el uso de plañideras y los llantos demasiado teatrales, pero la costumbre de pagar mujeres para que llorasen en los entierros se mantuvo pese a aquéllas hasta el siglo XIX, según va dicho. Las viudas eran golpeadas y compadecidas a la par por sus vecinos en el siglo XVIII, según testimonio del padre Henao.
Hoy día la comitiva funeraria se dirige primero a la iglesia y en ella quedan los sacerdotes, menos uno, y casi todas las mujeres; a! cementerio van los hombres y los más allegados. Cada uno de los acompañantes echa un puñado de tierra sobre el féretro al efectuarse el entierro, y en puntos besan la tierra previamente.
Hasta los primeros años del siglo actual habla pueblos de la provincia de Guipúzcoa en que, junto al féretro, iba en la comitiva un buey adornado de modo particular, con un manto negro, borlas al pescuezo y un pan de cuatro libras de peso en cada cuerno. Este debía ser rescatado por la familia del muerto al llegar a la iglesia, donde solía estar a veces durante los oficios. Las familias menos pudientes rescataban un carnero.
Entierro y funerales se ajustan a una rigurosa jerarquía, habiéndoles de primerísima, de primera, de segunda y de tercera. Esta clasificación, que han conservado los que se dedican a la industria de las pompas fúnebres en las ciudades, correspondía antes más a la estratificación nobiliario y honorífica que a la económica. El número de sacerdotes y el número de señoras, o mujeres servidoras de los templos asistentes, eran los que indicaban la categoría de modo fundamental. En Lequeitio (Vizcaya), los entierros principales se llaman de a ocho (zortzikoa), porque en ellos cuatro señoras iban con dos velas cada una, que sumaban ocho en conjunto; los intermedios de a cuatro (Laukoa), con dos señoras con cuatro velas, y los de última categoría (batekoa) sólo presentaban una señora con una sola vela.
Antes se ha indicado cómo, al momento de morir una persona, se practican ciertos ritos que revelan claramente que el pueblo tiene, en parte, una concepción del alma como de algo con cierta consistencia material, equiparable al aire, al soplo, al aliento.
Pero otros muchos de los ritos funerarios vascos, adheridos de modo práctico al ritualismo cristiano en fechas remotas medievales probablemente, parecen responder, más que a semejante concepción animista y también más que a una creencia dualista, a otra, considerada hoy por los etnólogos como más antigua entre los hombres en general, según la cual el muerto tiene una vida física post mortem, es una especie de cadáver viviente al que no sólo hay que alimentar, sino también dar luz y cuidar en todos sentidos. Que esta concepción ha tenido mucha vitalidad en tierra vasca se percibe si se tienen en cuenta una serie de hechos que hoy aparecen disociados en cierto modo, pero que hasta finales del siglo XVIII se hallaban organizados entre sí.
Actualmente, en la generalidad de las iglesias de los pueblos puede observarse que en cada casa cada familia antigua vinculada a una mansión, tiene un lugar especial que se denomina sepultura (jarleku). Las sepulturas fueron asignadas a las familias en el momento de alzar o reformar el templo, estableciéndose una tarifa según su proximidad o lejanía al altar mayor, y también según se hallaran a la izquierda o a la derecha de aquél. Los más pudientes, mediante limosna mayor, ocuparon los lugares de preferencia (en sustitución de los antiguos divisemos). La sepultura prácticamente no se usa, pero a fines del siglo XVIII se usaba todavía como tal, aunque con el aumento de los pueblos, la afluencia de forasteros, creación de nuevos hogares, etc., se hicieron otras alrededor del templo, con arreglo a un orden asimismo. El iluminar las sepulturas de modo especial (argizaiolak), el colocar en ellas durante los funerales, etc., alimentos y paños labrados, no tenía, en consecuencia, por entonces, un significado estrictamente cristiano, sino en gran parte otro motivado por creencias aludidas. A ellas corresponden también ciertas tradiciones o consejas. Se recuerdan en varios lugares, por ejemplo, casos de hombres que quedaron enterrados durante algún tiempo en una mina, que después fueron salvados y que, al hablar luego con sus familiares, les dijeron que durante todo el tiempo de su encierro habían tenido luz menos un día. Este día fue aquél en que las mujeres de la casa tuvieron una distracción y no atendieron a las luces de la sepultura de la iglesia, dejándolas apagar.
Las maneras de dar luz a la sepultura, de adornarla y de celebrar los funerales son muy variadas. Juegan un papel señalado en los últimos las sustancias alimenticias y aún en nuestros días se han podido ver en pueblos como Lesaca y otros de Navarra catafalcos en los que aparecía un cordero, si el funeral era de primera; una pierna de cordero, si era de segunda, o un bacalao, si era de tercera, que llevaba hasta allí la señora, y que quedaban para el sacerdote o sacerdotes, así como las luminarias, tortas y obladas (oladak, olatak), huevos y moneda menuda que las mujeres de la casa del difunto, presididas por una, iban reuniendo encima de la sepultura, conforme a un ritual particularísimo en el que cada vecina entregaba una oblada. Hoy la tendencia a suprimir las oblaciones es clarísima y condicionada por una nueva situación económica y las restricciones en el consumo de harina.
Después de los funerales se solían celebrar en otra época grandes comilonas, siendo de ritual el hacer el fuego de la cocina para ellas, con leña recién cortada expresamente. Hay leyes antiguas que las limitaron, como limitaron también los banquetes por bautizos, bodas y misas nuevas. Hasta antes de la última guerra civil quedaba como recuerdo de ellas el que después de los funerales se sirviera un amaiketako a los hombres en la posada, y unas copas de vino rancio y galletas a las mujeres en alguna tienda próxima a la parroquia, y durante estas colaciones no faltaban rezos.
Se juzga como muy poco oportuno hablar mal de los muertos, aunque éstos fueran gente considerada por la comunidad de vecinos como de costumbres reprobables y, en casos, se llega a proscribir el hablar de ellos o mencionarlos, a no ser que sea al expresar el destino de las plegarias. Las creencias vinculadas con las Animas del Purgatorio a veces se hallan impregnadas de resabios paganos antiguos. En Vizcaya hay pueblos donde se cree que éstas hasta que no suben al cielo andan por los caminos, quedan en el aposento donde murieron o debajo del alero de la casa, en el goteral. A veces adoptan formas de pájaros canoros; esto se lo oí yo decir a un anciano de Vera al que la gente consideraba perturbado, y luego he visto que otros folkloristas han recogido informes parecidos en Baja Navarra, etc.
La muerte no rompe los compromisos de los vivos para con el difunto, ni éste deja de ser considerado en la vida familiar durante muchos años. Numerosas son las narraciones recogidas de boca del pueblo que giran en torno a una reclamación hecha por un muerto a ciertos de sus deudos para que encargaran misas en su provecho o llevaran a cabo otros actos. Recuérdanse casos de servidores que al tener que tomar una determinación iban al cementerio y pedían consejo al antiguo jefe de la casa o familia, mediante una fórmula rimada, como ésta recogida por Azkue en Garazi (Baja Navarra):
Hau edo horren eguitheko zure arguitasuna nahi nuke.
(Quisiera vuestro aviso para hacer esto o lo otro).
Los lutos eran largos y rígidos. Las viudas aún se visten de negro para el resto de su vida en muchas partes. Por padres y madres se conservan de dos a tres años, y en la misa, mientras duran, hay que permanecer sin levantarse al tiempo del Evangelio.

 

Alfonso M. García Hernández
Profesor Titular de la Escuela de Enfermería y Fisioterapia
de la Universidad de La Laguna. Tenerife.
Última actualización: 12 enero 2001