El arte es cultural hasta la muerte
Alfonso García: el arte es – cultural hasta la muerte
Rubén Díaz. 1992
“La muerte es el comienzo
de un tiempo sin amenaza”
Sabas Martín
Vida y muerte son dos conceptos atados entre sí por uno de los factores mas debatidos de la existencia humana: el tiempo. Y es precisamente el tiempo, como continente incomprensible de lo infinito, el que determina el posible valor absoluto de las cosas poniéndole principio o fin, nacimiento o muerte, a todo lo que desde nuestra filosofía incluyente y racional le atribuimos el don de lo perdurable. Así, la obra trasciende en el tiempo y supera al propio artista, ajeno a esa permanencia en la inmortalidad que tal vez un día, a pesar de o en contra de nuestra ignorancia, le atribuya quién sabe qué dioses del Universo.
Pero volvamos al principio; tanto, que va a ser el caos de lo que predomine en un estado imposible de imaginar, si no es a través de un socorrido recurso literario como el de Moisés – un hombre salvado de las aguas de Egipto – nos dejó escrito en el Pentateuco, los cinco libros que inauguran esa pequeña biblioteca sagrada de los judeocristianos que llamamos Biblia. Allí, en el Génesis – más al principio, al parecer, no se puede -, el patriarca bíblico nos ofrece un relato fabuloso con el que nos explica que Dios, el Creador, fue el primer escultor del mundo. La metáfora nos sitúa en el plano inaudito: el hombre no es más que la obra de un escultor, modelada con dos de los cuatro elementos fundamentales de la referida creación – tierra y agua. Y el barro, material orgánico primigenio, recobra la vida tras un divino soplo que completa la escena: se unen aquí el aire del aliento y el fuego latente de esa vida que ya, por añadidura, justifica la existencia de la muerte. El tiempo corteja a la obra y le da sentido. El primer escultor del mundo nos infunde la virtud de crear, esculpir, preñar, tallar, parir… Somos pequeños sementales de la fantasía, inventores de lo que sólo existe en el pensamiento infinito, deudores de la feracidad obligada de lo que está vivo, la que circula en la materia que tiene la capacidad de multiplicación, renovación.
Alfonso García es un artista que se enfrenta a su existencia no sólo con su obra, sino con la honda reflexión del que sintetiza y madura una religión interna y personal. Si Von Schlegel anticipó que sólo puede ser artista quien tenga una religión propia y una visión original de lo infinito, el leit motiv de este escultor isleño está en la senda propicia pese al riesgo. Desde su tolerancia y solidaridad con respecto al medio inmediato y no tan próximo que le rodea, aunque sin reprimir síntomas de rebeldía que bullen ante el paso fuerte e inmisericorde del sistema. Alfonso García retoma en su actitud el abolengo de los dioses para crear una factoría de ídolos e iconos que esperan ardientemente un soplo de una fragua para latir con nosotros y el mundo. En su génesis, su religión pasional, como aquel verbo incoativo que generó la acción del Universo para establecer un equilibrio capaz de erradicar el caos original; es el germen de su propia acción volitiva, la fuerza interna del escultor-dios que nos descubre lo infinito en el vigor de los metales o en la presencia sustancial de la espiritualidad mineral; son los atisbos del gesto creativo, la fecundidad recién nacida, una señal – como un guiño de complicidad – de aquel pasado, matizada por nadie sabe qué abluentes.
La obra de Alfonso García – abocetada más allá de lo capcioso – huye pletórica de la abulia hacia una gestación de los equilibrios interno y externo. Nace así su visión de del Universo, exenta de acinesia, para transferir a sus esculturas formas animadas, líneas y volúmenes que escrutan la gravedad, tal vez la misma gravedad intrínseca de la vida, cuyo peso descansa en la constante amenaza de la muerte, en el terror genético a lo efímero.
El escultor nos deja escrito en la textura del hierro, en esas formas consumadas de mágicos caprichos acéfalos, unos párrafos existenciales sin accesorios que se niegan a la privación del movimiento y se elevan – con la esfera como anécdota – a lo tangible de lo imaginario. El arte de Alfonso García es ponderable aunque reflexione en el letargo de la abstracción libando de la memoria de otros mundos. Es el imago de unos seres axiomáticos que habitan autócratas en el contrapeso del nuestro, más cercano y cognitivo, lo que crea el artista afable para que todo esto no se caiga como un castillo de naipes sobre las olas, u otro de verdad levantado sobre la arena, en la playa de la vida que evocaba Manrique en sus coplas funerarias.
La mirada del escultor, que también es pintor y sobre todo ser humano, delata su radical sensibilidad bajo el ala de su sombrero puesto allí para que no vuelen lejos las ideas y los sueños. Debajo del arco de sus cejas flechadas se turban los ojos ante lo injusto y la gravedad de los desequilibrios del Hombre. Su contrapeso artístico no puede litigar lo sufrible del mundo, pero deja como excusa su notoria huella digital en las aristas de los pequeños seres, creados y forjados en la inutilidad, igual que una firma que revela su ideología e identidad, continuación – reflejo de aquellas armas inútiles que hace unos años nos mostró, piezas valiosas que todavía vocean retorcidas – desde las vitrinas, mesas y estantes – su asco por la guerra.
Cuando me encuentro ante la obra culminante de Alfonso García – a sabiendas del vómito auténtico que precede a su existencia -, desafiando firme y erecta a las pasivas butacas del mundo, se inicia la eclosión de una estremecedora resonancia, un estruendo sereno que tan sólo las orejas del alma son capaces de recoger. La armonía, proporcionalidad y estabilidad son meras ponderaciones miscibles al esfuerzo que se exhibe, minuciosamente investigado y duramente trabajado por el artista. Sus cuerpos arenados ahora no son fulgentes y, sin embargo, un fucilazo invade nuestros ojos.
André Breton advirtió una vez que una obra de arte sólo tiene valor si en ella vibra el futuro. Einstein, con anterioridad, había confesado que no debemos pensar mucho, precisamente, en el futuro. Y es que éste – como apuntó el genial científico relativo – llega demasiado deprisa. En Alfonso García – verbo pronunciado desde el más humilde oficio de aprender en/de la creación – vibran todos los tiempos porque sabe, como Hipócrates, que el arte es largo y la vida breve.