La muerte y los dos espejos

LA MUERTE Y LOS DOS ESPEJOS.
DEL RITO A LA BUROCRACIA
Agustín Díaz Pacheco.
Junio de 2000

Concebir la existencia como una recta definitiva, sin desvíos ni circularidades, puede constituirse en dogma, o en error de la costumbre de vivir y la implacable tradición de morir. Y es que la vida no sólo nos permite contemplar o estar vinculados a personas volcadas en sus quehaceres, aprendices siempre en el incesante intento de las utopías, sino que también nos demuestra la opacidad o claroscuridad de muchas apariencias vitales ceñidas a una estética exteriorizada.

Esto es lo que insinúa Alfonso García con sus figuras íntegras, completas, sin fisuras, definitivas. O el círculo sagrado representado por los Óculos, el comienzo y el final, la esencia simbólica del antagonismo también de la complementariedad. En todo caso, son los Altares o las Aras, sus movimientos ascendentes, los que espiritualizan el tránsito, fuera de férreas normas religiosas.

Considero que debo abordar un principio. Si la muerte supone la conclusión de diversas etapas biológicas, la vida puede ser una muerte vertical y dinámica. De ahí que atreva respecto a un personal emblema, el de los espejos. El primer espejo, de azogue borroso, podría resultar el eco de una ausencia definitiva, de lo inerte, en todo caso. El segundo espejo, que contesta gráfica y fielmente la presencia de quien lo habita y hasta justifica, es la contestación de quienes se mueven y creen vivir, o bien, de quienes viven y el poder los quiere conducir al moderno Hades de la marginalidad, del desplazamiento. Este segundo espejo no son las Basas, las estructuras liberadas de lo superfluo, diseñadas con severa austeridad por Alfonso García. Si el primero es espejo o lápida, el segundo, siéndolo también, no llega a ser túmulo, sino exactitud de la individualidad mezclada con lo amorfo. Me refiero, esencialmente, a la muchedumbre gregaria y acrítica, a la docilidad y nuevas formas de servidumbre.

Frente a quienes son adoptados en su horizontal presencia, consagrados en lo inmóvil, permanecen los que creyendo vivir no son más que cadáveres vivos, ejemplos de simulacro catatónico, de infecundas conductas zombis. Los primeros se entregan a la destrucción física. Los segundos se amoldan a exigencias de carácter social, al imperio de la llamada razón política e, inevitablemente, a sus contradicciones y tiranías. Cabe entonces distinguir la muerte biológica, encuadrarla en una categoría escatológica, y así diferenciarla de la muerte social, provocada por el nihilismo individual, la alienación colectiva o el hecho de impugnar determinados principios rectores de cuadricular el ser social, o ser víctimas por acción u omisión de nuestro nuevo Saturno, el poder, bien con carácter macrofísico o microfísico.

En una sociedad compleja, cada vez más decantada al perfil estereotipado, los muertos verticales y dinámicos, bien por inercia o por atípico convencimiento, ya por ciertos códigos neodespóticos e inesquivables patrones de conducta, que rechazaría el Anarca o el Emboscado de la hechura fáctica de Ernst Jünger, se entregan al parasitismo o al hábito de la comedia social. Quedan, por supuesto, los que se sitúan o son situados en otra parcela, y que pueden ser, sólo que en parte, los distintos leprosos de una nueva Edad Media: los disidentes, los rebeldes, los enfermos y los parados. Estos pueden ser los héroes o las víctimas, todo depende de evitar los déficits democráticos; de aceptar la crítica como fórmula creativa; de la prevención y avance médico, no siempre idéntica ni exento de sutiles privilegios conforme a desiguales ingresos económicos y posición social; las variables inhumanas del llamado mercado de trabajo, respectivamente; así como de la revolución científico-técnica. Estamos sufriendo el constante darwinismo económico y social la retórica de Leviatán, la ciudadanía estadística, y las maniobras del lenguaje como vestimenta oral o escrita del poder de la revolución científico-técnica. La estigmatización comprende las cuatro categorías, ya antes aludidas.

Los disidentes, por razones de precinto y etiquetado social, al manifestar su oposición a un sistema que no aceptan. Los rebeldes, al diferir, tanto dialéctica como fácticamente, y de forma radical, de un orden que consideran injusto. Los enfermos, porque conllevan inherentemente una doble carga: la aversión, disimulada o no, al dolor y sus múltiples manifestaciones, y el coste económico que suponen. Y los parados, por representar un cuerpo extraño, la consecuencia indeseada de una sociedad que aspira a la uniformidad; al simbolizar una jerarquía que, por su improductividad, los define como eslabones débiles y fuera de las reglas de la producción y el mercado. Los enfermos y los parados, no digamos ya si coinciden con las dos anteriores categorías, son los leprosos de una nueva Edad Media a la que antes me refería y en la que quiero, deliberadamente, reincidir.

Evidentemente, la muerte biológica es mercantilizada por especialistas de la vida, instituciones sanitarias, y el macabro comercio ejercido por los servicios fúnebres, aparte de la acción de los llamados gestores comunales. Es aquí donde aparece la función administrativa, su carácter coercitivo y espúreo, la desconstrucción de los ritos y la cosificación de la persona. Nuevos ritos, fríos y deshumanizados, situados en el altar burocrático de la estadística. No digo nada respecto a la iglesia oficial, de sus apresuradas gestualidades, maquinales y hasta impersonales, y rápidas oraciones que rozan el trámite. Viene a ser manifiesta obviedad, y explicar una obviedad es un insulto.

Por su contra, la muerte vertical y dinámica, mecánica muchas veces y ágil en otras ocasiones, ya no es conducida por Hypnos y Thanatos, tampoco entregada a Hermes y éste conversar con Caronte. Existe otra laguna Estigia. Los ritos de paso han sido sustituidos por la TV, la alienación consentida, la estupidez colectiva, el funcionariado tanático, y el vil comercio del alquiler o compra de un nicho o una tumba en una necrópolis abyecta por homogénea. El muerto vertical y dinámico ha sido objeto de una peculiar e incompleta lobotomización, bien a través de la teleadicción (fútbol, baloncesto, comedias soporíferas, el reality show, y contando siempre con la posibilidad de una nueva llave para abrir la puerta de otra realidad: el mando a distancia, el viaje estático, es decir, el zaping), conducta gregaria, conformismo, la vigorexia o dismorfia muscular en un exceso de culto al cuerpo con desprecio de otros valores, venerar las nuevas catedrales (los grandes centros comerciales) para dar rienda suelta al instinto primario de la caza, en este caso la caza compulsiva con contrapartida dependiente, o sea, el frenético consumismo. Fuera de tal código, casi todo es irregular y hasta sospechoso. Los muertos verticales y dinámicos quedan aprehendidos por el fetichismo y reverencian al poder. Padecen de una orfandad desdibujada, sin referentes, en plena niebla, a tientas, atormentados en el laberinto de sus propias incertidumbres y angustias.

Ya la literatura se ha acercado para incorporarlos al taller que busca diseccionar. Ya han hablado de la utopía distópica, del abismo excavado con esmero por quienes confían en la máquina y la servil actitud del hombre y de la mujer. Un viaje a la paranoia, a la fijación patológica del poder y sus aledaños, de sus pantanos y de las envolventes olas. Es lo que podemos encontrar en Nosotros, de Yevgeni Zamiatin; 1984 de George Orwell; Un mundo feliz, la globalización de Aldous Huxley, o Fahrenheit 451, de Ray Bradbury. La desmesura, el neodespostismo, la carencia de libertades, la vigilada simetría social, la homogeneización del comportamiento, el rapto de la intimidad, la capacidad omnipresente del poder en todas sus vertientes y su continua mutación que llega a ostentar una división casi entomológica, en resumen, la tiranía. Desde el Muro Verde, imaginado por Zamiatin, partiendo de sucesos que luego se revelarían como manifiestamente crueles, hasta el hecho de incinerar la imaginación y el sentido crítico, como sucede en el universo controlado que advierte -y con pruebas históricas que lo ratifican- el escritor Ray Bradbury, pasando por el Gran Hermano, la multipupila que ejerce el insomnio de poner fronteras, universo concebido por George Orwell luego de su conocimiento del estalinismo y el fascismo, la humanidad ha inventado sofisticados potros de tormento, sutiles torturas psicológicas, imantada por el valor sustantivo de la mercancía, por el fetichismo de la sociedad de consumo.

Vivimos, y comenzamos a padecer, las consecuencias directas o indirectas del interregno finisecular y finimilenario. El 2001 y el Tercer Milenio no tienen comienzo concreto, su fecha inaugural es sólo referencia numérica, orden cronológico eminentemente reverencial. Existimos, o lo intentamos, en una sociedad de códigos anticipados, sobrevivimos en el caos, en la abundancia de muchedumbres solitarias, perecemos en ciudades despojadas de afecto, desprovistas de calor humano, de solidaridad efectiva. Nos hallamos en la transparencia imperativa propia del panoptismo. Las consignas y advertencias proceden del liberalismo salvaje, auténtico simulacro democrático. Dicho estado panóptico consiste en la apropiación por parte del poder y sus cómplices, de la libertad y los márgenes de soberanía del yo. El individuo ha sido reducido a la gélida condición numérica, anonimato (aunque controlado), a ser cosificado. Está alienado en la continua reproducción del mito de la caverna de Platón. No tiene más perspectivas que una realidad ajena a su realidad. Se trata de falsificar su Norte, de desbrujular su orientación y trucar el horizonte vital. Es el fascismo, la vertebración totalitaria, la idealización y también la normativa social de la masa. Estamos en el umbral estático del abismo, que si en literatura encuentra su expresión más genuina en los autores que arriba he reseñado, en la plástica está representado por Vilhelm Hammershøi, Edvard Munch o Edward Hopper. La austeridad lineal, la inmensa soledad plasmada por Hammershøi es una realidad que no sólo se refleja en su pintura sino que llega a trascenderla. Los colores, la turbulencia, la tormenta de Munch, reflejada en algunos de sus cuadros, El grito, por ejemplo, es una transposición al lienzo del terror por una Naturaleza que el hombre ni domina ni llega a conocer del todo. La parálisis, el hieratismo representado en los cuadros de Hopper, nos introducen en un mundo solitario, silencioso, atormentado.

Nos vemos situados entre Hombres, máquinas y engranajes, de Ernesto Sábato, y sus palabras: El ser humano es el único animal perverso de la creación. Es la impotencia de la conversación imaginaria creada por el Marqués de Sade en Diálogo entre un sacerdote y un moribundo, donde asciende el pozo sin fin de la nada; o la sorpresiva ficción de Alejandro Dumas, expresada en Historia de un muerto contada por él mismo, zambullido en el sortilegio del sueño. Estamos en la solitaria presencia que condecora las paredes de la pinacoteca de la memoria, y se puede contemplar El triunfo de la Muerte, de Brueghel El viejo, con su infierno de fuego y humo, armas y sangre, cadáveres y ataúdes, músicos y ciegos, caballos famélicos y ejércitos de cruz potenzada. No podemos aislarnos de Viajero ante el mar de brumas, de Carl David Friedrich, el hombre de espalda, sin autoridad para mirar de frente a la obsesión deísta de Friedrich, el viajero alzado a la altura desde la que contemplar el probable vacío de los demás. Imposible ignorar Exequias en el mar, de William Turner, y el océano donde se reflejan las luces, donde las llamas iluminan el agua ante el Peñón de Gibraltar. Necesario contemplar Firma en Blanco, de René Magritte, donde tanto se da la escisión como la metamorfosis de lo visual a través de una continuidad disímil. Y es que todo lo anterior, desde lo literario a lo pictórico, son pretextos para reflexionar, para adentrarnos en la idea de la muerte o aproximarnos a ella. No hay que desdeñar, en absoluto, el pensamiento estoico de pensar todos los días en la muerte. El final de la luz, es encontrada en los Lécitos, las máscaras ingeniadas por Alfonso García, quien no sólo elabora hipótesis geométricas sobre la muerte sino que la ha sentido muy cercana, hasta justificar una idealización que homenajea desde la estética de domar el metal a quienes estuvieron vivos, y advierte a su vez que tras algunas formas abstractas figura la concreción irreversible del silencio.

Si la muerte ya no es recompensada por los ritos de paso consagrados en Hypnos, Thanatos, Hermes y Caronte, en Osiris, en los primeros Bardos tibetanos, las prácticas mortuorias de los guanches y los primitivos canarios y el arte de mirlar, ni en las ceremonias fúnebres judeo-cristianas, insistentes siempre en la idea de la muerte, en la sombra y no en la claridad, y las tradiciones musulmanas, ahora se da un enorme salto. Sobre todo en el mal llamado mundo civilizado, sepulturero de buena parte del resto de la Humanidad. Un salto vertiginoso. Del rito a la burocracia. Como una sentencia determinista maxweberiana, surge el no poder eludir la burocracia. Esta se instala, son los nuevos palaciegos, de un buen número de lugares cardinales: de la universidad, pasando por la cultura (no es lo mismo que lo anterior), las instituciones sanitarias, los asuntos públicos, hasta llegar a la cancelación, al final biológico. También la comparecencia de la muerte a través de los medios de comunicación, donde el Tercer Mundo es indignante protagonista de una de las crónicas las más repugnantes y genocidas perpetrada por el Primer Mundo. Es la burocracia de las estadísticas, del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial y la Banca Internacional privada quienes reparten sus dividendos, es decir, sustraen riquezas y dejan que prospere la miseria y la muerte. Y la planificación de Thanatos ordena el no condonar la deuda externa a 84 países pobres, el no utilizar la energía alternativa y apologetizar la construcción de centrales nucleares; aquí se comprueba la concreción de la muerte. Todo gira, como una noria fantasmagórica, en torno a la muerte, a su propia necesidad como parte integrante del mercantilismo al que han reducido una vida insensata y humillante.

La muerte siembra soledad desde su fecunda soledad. Podría recurrir a la ironía de Ambrose Bierce, vitriólico escritor estadounidense, porque la ironía, y también el humor, son esenciales desde la mejor de las intenciones. Pero desisto porque Ambrose Bierce jugaba a vivir, pero era un topógrafo de la muerte, la llevaba a sus relatos con maestría, y es que se retaba a sí mismo, deseaba extinguir el tedio, el mismo que en nuestra convencional sociedad burguesa supone un toque de distinción. Quizá Ambrose Bierce, su ironía, su gran sentido de lo burlesco, es una estampa de quien ha anticipado voluntariamente un pacto con la muerte. Pero antes, dos definiciones contenidas en su Diccionario del diablo: Muerto, adj. Dícese de lo que ha concluido el trabajo de respirar. Cementerio. S. Terrenos suburbano aislado donde los deudos conciertan mentiras, los poetas escriben contra una víctima indefensa y los lapidarios apuestan sobre la ortografía. Tal vez nos harían falta muchos Bierce, mezcla de análisis y escepticismo para que no abundasen tantos muertos verticales y dinámicos.

Existe también una personal disposición para expresar unas líneas de instrucciones para los vanidosos y los prepotentes, los aristócratas provincianos rehenes de sus propios árboles genealógicos, generalmente podados o derribados por el viento de la cultura. Esa disposición es recomendar una detenida lectura de La montaña mágica, espléndida novela de Thomas Mann. Es en el capítulo titulado Investigaciones donde se describe el complejo universo de la vida. Los fatuos, los pedantes, los estirados y los displicentes deberían acostumbrarse a frecuentar las páginas de la obra de Thomas Mann, o el mundo tenebroso de H. P. Lovecraft, emblema de la angustia y la extinción, o la de su inspirador, el escritor William Hodgson, tan curioso como intenso. Los anteriores escritores también rondan la muerte y su inexplicable presencia.

Las mismas esculturas de Alfonso García tienen la serenidad de lo inerte. La inmovilidad fría del hierro dominado por la voluntad y el buen quehacer artístico. Alfonso García no ha estado ajeno a lo que he intentado escribir, es más, forma parte de la ceremonia de su pretextualidad que honra y a la vez cordicializa el abismo del silencio. Él, mucho mejor que yo, ha forjado el poder del Tótem, los Lécitos y sus mensajes envueltos en láminas órfico dionisiacas, su Eidolón, la forma de la esencia, el solar espiritual que estando presente en la obra escultural a veces puede escapar a la mirada, y, sobre todo, su experiencia como hombre entregado al oficio de sanar. Su más cercano itinerario ha sido coexistir con la vida que se escapa sin límites, y lo que tiene de tragedia. Él es un artista que quizá sepa más de los dos espejos.

Los muertos verticales y dinámicos, los de pose y verbena, pronunciación impostada y mal aprendida elegancia, dedo índice erecto al beber la pócima euforizante, y sonrisa de anuncio higiénico bucal, ya han fallecido con anterioridad a la muerte biológica. Son simulacro de personas. Pura vacuidad, tópico, ausencia de argumento y cremas protésicas para disimular la vejez, también la del espíritu. Para ellos la retórica de la existencia queda anclada en monosílabos, conversaciones hechas, demostrar mediocridades, proponer inauguraciones, vislumbrar descubrimientos, proponer nuevos ángulos para ver la línea no siempre recta de la vida. Son los nuevos miserables, esclavos de las pertenencias, de rodillas ante sus muebles, adorando la TV. Son los atildados canallas, rígidos como la muerte.

Los espejos llegan a empañarse. Símbolos de nuestra propia entidad humana, lo son a su vez de la desaparición de los ritos de paso, la abreviación o eliminación de la liturgia, son fieles sirvientes de la prisa y el temor. Son los comediantes del interminable teatro de la vida. Los futuros habitantes del Hades que miran absortos hacia el suelo o piensan resignados en la fragilidad que nos perpetúa. Pero no hay que desanimarse. Al caer conviene ponerse en pie y continuar pensando en alguna apuesta histórica, en determinadas utopías que nos afianzan. No importa el reconfortante intento de la religión institucionalizada en aliviar nuestras heridas, y en las renqueantes y apolilladas muletas de la filosofía. Lo importante es vivir intensamente, interior y exteriormente, hasta que llegue la conclusión y más de un sueño albergue palabras trocadas en realidad.