Mitos

La muerte no ha sido nunca considerada como algo lógico y natural. Todos los pueblos primitivos se han visto obligados a explicarla como surgiendo de forma inevitable pero antinatural. A través del análisis comparativo de antiguos mitos, el antropólogo Frazer (FRAZER, J. G. (1981) El Folklore en el antiguo testamento. Editorial F. C. E.) concluye que, prácticamente todos los relatos plantean, que en un principio, el hombre estaba destinado o disfrutaba de hecho de la inmortalidad, pero debido a un crimen, accidente o error, se volvió mortal. Destacan principalmente cuatro tipos de mitos acerca del origen de la muerte.

1. EL DE LA DESOBEDIENCIA AL MANDATO DIVINO: LA CAIDA. LO QUE SE DICE EN EL GÉNESIS

Al escritor jahvista le bastan unas pocas leves pinceladas, aunque magistrales, para presentar ante nosotros la dichosa vida de nuestros primeros padres en el edénico jardín que Dios había creado para que les sirviese de morada. Allí crecían en abundancia los árboles, agradables a la vista y cuajados de frutos; allí los animales vivían en paz mezclados unos con los otros y eran amigos del hombre; allí el hombre y la mujer desconocían la vergüenza, porque tampoco conocían la maldad; aquélla era la edad de la inocencia. Pero esa época dichosa duró poco, y muy pronto las nubes oscurecieron el sol. Tras contarnos la creación de Eva y cómo fue presentada a Adán, el escritor comienza a narrar inmediatamente la triste historia de la caída, la pérdida de la inocencia, la expulsión del Edén y la maldición del trabajo, de las fatigas y de la muerte, lanzada sobre nuestros primeros padres y sobre su descendencia. En mitad del jardín crecía el árbol de la ciencia del bien y del mal, y Dios había prohibido al hombre comer de esa fruta, con las siguientes palabras de advertencia: El día en que comas de ese árbol morirás sin remedio. Pero la serpiente era astuta, y la mujer débil y crédula. La serpiente persuadió a la mujer de que comiese del fruto prohibido, y ella se lo dio a su marido, que también lo comió. Tan pronto lo hubieron probado abriéronse los ojos de ambos y comprendieron que estaban desnudos, por lo que llenos de vergüenza y confusión ocultaron su desnudez ciñéndose unas hojas de higuera: la edad de la inocencia se había ido para siempre.

Aquel desgraciado día, cuando ya había disminuido el calor del mediodía y las sombras se iban alargando en el jardín, Dios se paseaba por él, como tenía por costumbre cuando caía la tarde y soplaba la brisa del anochecer. El hombre y la mujer le oyeron acercarse, quizá oyeron el rumor de las hojas caídas al ser pisadas (si es que en el Edén podían caer las hojas de los árboles), y se escondieron entre la arboleda, porque sentían vergüenza de que El los pudiese ver desnudos. Pero Dios los llamó para que saliesen de la espesura, y cuando la confundida pareja le contó cómo habla desobedecido sus órdenes y comido del fruto del árbol del conocimiento, se encendió en ira y maldijo a la serpiente, a la que condenó a caminar sobre el vientre, a comer polvo y a ser enemiga de la humanidad por todos los días de su vida; maldijo también la tierra y la condenó a producir espinos y abrojos; maldijo a la mujer, y la condenó a sufrir las molestias de la gravidez y a parir hijos con dolor, y a estar sujeta a su marido; maldijo al hombre y le condenó a arrancar de la tierra el pan de cada día con el sudor de su frente, y a tornar al polvo del que había salido. Tras haber desahogado su ira con las copiosas maldiciones, la divinidad, irascible pero blanda de corazón, se aplacó hasta el punto de hacer túnicas de piel para reemplazar los insuficientes mandiles de hojas de higuera de los culpables; y, cubierta con las nuevas vestiduras, la avergonzada pareja se retiró entre los árboles, mientras al oeste moría el crepúsculo y se espesaban las sombras en el Paraíso perdido.

En esta narración todo gira alrededor del árbol de la ciencia del bien y del mal: por así decirlo, él ocupa el centro del escenario en que se desarrolla la gran tragedia, mientras el hombre, la mujer y la serpiente parlante se agrupan a su alrededor. Pero un examen más atento nos permite percibir un segundo árbol, que se levanta al lado del otro en medio del jardín. Se trata de un árbol muy especial, nada menos que del árbol de la vida, cuyos frutos confieren la inmortalidad a todo aquel que los come. Y sin embargo, en la presente descripción de la caída, un árbol tan maravilloso no desempeña papel alguno. La fruta que pende de sus ramas al alcance de la mano pasa inadvertida; a diferencia de lo sucedido con el árbol del conocimiento, no le afecta la prohibición divina; y no obstante nadie piensa que valga la pena alargar la mano y probarla, para vivir para siempre. Los ojos de los actores se hallan vueltos hacia el árbol del conocimiento: no parecen percibir el árbol de la vida. Tan sólo cuando ya todo ha pasado dirige Dios el pensamiento al árbol magnífico que se levanta ignorado, colmado de posibilidades infinitas, en medio del jardín; y con el temor de que el hombre, que se ha hecho semejante a El en cuanto al conocimiento, tras haber comido de la fruta del primer árbol, pueda hacerse también su semejante una vez haya comido del segundo árbol, y se haga inmortal, lo expulsa del jardín y pone – al oriente del vergel del Edén a los querubines, y una espada flamígea que se revolvía a todos lados para guardar el camino del árbol de la vida, para que a partir de ese momento nadie pueda comer del fruto mágico y vivir por siempre. De modo que, mientras a lo largo de la conmovedora tragedia que ocurre en el Edén nuestra atención se halla fija exclusivamente en el árbol del conocimiento, en la gran escena final de transformación, cuando la magnificencia del Paraíso se desvanece para siempre dejando paso a la luz del día común, lo único que vislumbramos del jardín, en el que la felicidad no había sido meramente un sueño, es el árbol de la vida iluminado por los rayos tenues e inusitados de las espadas esgrimidas por los escuadrones angélicos.

Al parecer, se reconoce en general que en la narración de los dos árboles se ha deslizado alguna confusión, y que en el relato original el árbol de la vida no desempeñaba el papel puramente pasivo y espectacular que se le atribuye en la versión actual. Algunos han pensado que originalmente existieron dos historias diferentes de la caída, en una de las cuales sólo figuraba el árbol de conocimiento, y que esas dos historias fueron fundidas con poca pericia en un único relato por una mano que conservó una de ellas prácticamente intacta, mientras que recortó y adorné la otra hasta dejarla casi irreconocible. Muy bien pudo haber sucedido eso, pero quizás habría que buscar en otra dirección la solución al problema. En esencia, toda la historia de la caída parece ser una tentativa para explicar la mortalidad del hombre, un intento de darnos a conocer cómo la muerte surgió en el mundo. Cierto que no se dice del hombre que hubiese sido creado inmortal y que hubiera perdido la inmortalidad por su desobediencia; pero tampoco se dice que hubiese sido creado mortal. Antes bien, se nos da a entender que se le ofrecieron ambas oportunidades, la de la inmortalidad y la de la mortalidad, y que de él dependió la elección en favor de la una o la otra; porque el árbol de la vida se hallaba al alcance de la mano y su fruto no había sido prohibido; le bastaba tender la mano, cogerlo y comerlo para poder vivir eternamente. Y aún hay más: no sólo no se le prohibió al hombre comer del árbol de la vida, sino que implícitamente se le permitió hacerlo, si no es que se le animó a ello, pues el Creador le había dicho expresamente que podía comer libremente de todos los árboles que se hallaban en el jardín, con la única excepción del árbol de la ciencia del bien y del mal. De modo que, al poner en el jardín el árbol de la vida y al no prohibir comer de su fruto, Dios aparentemente tenía la intención de dar al hombre la opción o al menos la posibilidad de adquirir la inmortalidad; pero el hombre perdió la oportunidad que se le ofrecía al inclinarse por el otro árbol y comer del fruto que Dios había prohibido, con la advertencia de muerte inmediata en caso de desobediencia. Todo lo cual nos lleva a pensar que se trataba de un árbol de la muerte y no de un árbol del conocimiento, y que bastaba con probar de su fruto mortal para que, aparte de cualquier cuestión de obediencia o desobediencia a un mandato divino, el resultado fuese la muerte irremediable del transgresor. Lo que de ello se deduce está por completo de acuerdo con la advertencia de Dios al hombre: Mas de él no comerás, porque el día en que comas de él morirás sin remedio. Por consiguiente podemos muy bien suponer que en el relato original aparecían dos árboles, un árbol de la vida y un árbol de la muerte; que dependía del hombre comer de uno y vivir eternamente o comer del otro y morir; que Dios, por puro amor hacia sus criaturas, aconsejó al hombre comiese del árbol de la vida y le advirtió que no comiese del árbol de la muerte; y que el hombre, engañado por la serpiente, comió del mal árbol y perdió como castigo la inmortalidad que su benevolente Creador había intentado concederle.

Esta hipótesis tiene por lo menos la ventaja de restaurar el equilibrio entre los dos árboles y de hacer claro, sencillo y coherente el relato. Elimina al mismo tiempo la necesidad de suponer dos relatos originales y distintos que hubiesen sido torpemente hilvanados por un redactor chapucero. Pero además la hipótesis se ve apoyada por otra consideración más profunda. El personaje del Creador aparece, gracias a ella, mucho más atractivo: elimina por completo la sospecha de envidia y celos, por no decir de cobardía y malicia, que en virtud de la versión del Génesis ha quedado hasta el presente como una mancha que afea su reputación, ya que, de acuerdo con esa versión, Dios no veía con buenos ojos que el hombre llegase a poseer la ciencia del bien y del mal y la inmortalidad; deseaba seguir siendo el único en disfrutar de ambas cosas, y temía que si el hombre llegaba a conseguir una cualquiera de ellas se volvería igual a su Hacedor, lo cual no podía de ninguna manera ser tolerado. Por consiguiente prohibió al hombre que comiese del árbol de la ciencia del bien y del mal, y cuando el hombre desatendió la prohibición y comió de la fruta, Dios lo arrojó del Paraíso y le impidió retornar a él, con el fin de evitar que pudiese comer del otro árbol y alcanzar la inmortalidad. Los motivos de Dios eran mezquinos y su conducta despreciable. Incluso unos y otra desentonan por completo con el comportamiento previo de Dios, que lejos de escatimar nada al hombre, había hecho todo lo posible para hacerle la vida dichosa y cómoda con la creación de un hermoso jardín que le sirviese de deleite, pájaros y animales que le divirtiesen y una mujer que le hiciera compañía y fuese su esposa. No cabe duda de que se halla mucho más en armonía, tanto con el tenor del relato como con la bondad del Creador, el suponer que éste trató de coronar su buena voluntad para con el hombre con la bendición de la inmortalidad, y que su amorosa intención se vio únicamente frustrada por la superchería de la serpiente.
Pero todavía hemos de preguntarnos por qué la serpiente engañó al hombre. ¿Qué motivos pudo tener ésta para privar al hombre, a toda la especie humana, de aquel gran privilegio que el Creador le tenía destinado? ¿No fue más que puro entrometimiento su intervención, o hubo algún designio oscuro detrás de todo el asunto? La descripción contenida en el Génesis deja sin contestar estas preguntas. Con su mentira, la serpiente no sale ganando nada; al contrario, sale perdiendo, porque Dios la maldice y la condena, a partir de ese momento, a arrastrarse sobre el vientre y lamer el polvo. Pero quizá su conducta no fue tan gratuitamente maliciosa y desprovista de propósito como parece a primera vista. Se nos dice que era el más astuto de los animales que poblaban el lugar: ¿mostró realmente su sagacidad destruyendo las oportunidades del hombre sin por ello mejorar las propias?. Muy bien podríamos suponer que en la historia original la serpiente justificó su reputación apropiándose de la bendición de que despojé a nuestros padres; es decir, que mientras persuadía a la mujer a que comiese del árbol de la muerte, ella misma había comido del árbol de la vida y alcanzado así la inmortalidad. La suposición no es tan descabellada como podría parecer a primera vista. No son pocas las historias halladas entre los salvajes acerca del origen de la muerte – historias que relataré inmediatamente – en las que las serpientes se las ingenian para ser más listas que el hombre, o para intimidarlo con el fin de conseguir en beneficio propio la inmortalidad que originalmente estaba destinada a él: muchos pueblos salvajes creen que con el cambio anual de piel las serpientes y otros animales renuevan su juventud y son inmortales. Parece ser que los semitas tenían la misma creencia; porque según el antiguo escritor fenicio Sanchuniaton la serpiente era el animal de vida más dilatada, ya que tenía la facultad de despojarse de su piel y conservar así su juventud. Y si los fenicios explicaban de esa manera la longevidad de la serpiente y la tenían por fundada, sus vecinos y parientes, los hebreos, muy bien pudieron haber hecho lo mismo. Se sabe que los hebreos parecen haber pensado que las águilas recobran la juventud mudando las plumas; y si eso es así, ¿por qué no habrían de hacer otro tanto las serpientes con el cambio de piel?. Tampoco cabe duda de que en el relato épico de Gilgamesh, uno de los monumentos literarios más antiguos de la raza semítica y bastante más antiguo que el Génesis, se encuentra expresada la idea de que la serpiente engañó al hombre y le robó la inmortalidad al apoderarse de una planta que daba la vida y que los altos poderes habían destinado para provecho de nuestra especie. En ese famoso relato se dice que el deificado Utanapistim revelé al héroe Gilgamesh la existencia de una planta que tenía la maravillosa facultad de renovar la juventud de quien la probase, planta que llevaba el nombre de el – viejo – se – vuelve – joven; se dice también que Gilgamesh buscó la planta y alardeó de que la comería y recuperaría así la perdida juventud, pero que antes de poder poner en ejecución su proyecto la serpiente se la robó, mientras él se bañaba en las frías aguas de un estanque o arroyo; y que, finalmente, privado de la posibilidad de realizar el acariciado sueño de la inmortalidad, Gilgamesh se sentó sobre una piedra y lloró amargamente. Cierto que el relato no dice que la serpiente comiese de la planta y obtuviese para sí la inmortalidad; pero la omisión puede ser debida sencillamente al estado en que se encontró el texto, que resulta oscuro y defectuoso, y, aun en el caso de que el poeta que lo escribió hubiese guardado silencio al respecto, las versiones paralelas de la historia, que citaré, nos permiten colmar el vacío con un grado de probabilidad bastante elevado.

Esos relatos paralelos sugieren además, aunque no puedan probarlo, que en el original de la historia, mutilado y deformado por el escritor jahvista, la serpiente actuó como mensajero enviado por Dios para llevar al hombre las gratas nuevas de la inmortalidad, y que el astuto animal cambié el mensaje en beneficio propio y para desgracia nuestra. El don de la palabra, que utilizó con fines tan reprobables, le había sido dado para que pudiese actuar como embajador de Dios ante el hombre.
En resumen, si se nos permite juzgar a partir de la comparación de las diferentes versiones difundidas entre numerosos pueblos, la verdadera historia original de la caída del hombre discurre más o menos de la siguiente manera. El bondadoso Creador, tras haber formado el primer hombre y la primera mujer con el barro de la tierra y tras haberles insuflado vida mediante el sencillo procedimiento de soplar en sus narices y bocas, puso a la feliz pareja en un paraíso terrenal en el que, libres de cuidados y fatigas, podían vivir de los frutos exquisitos de un jardín maravilloso, en el que las aves y otros animales retozaban alrededor de ambos con seguridad desprovista de temor. Para coronar su obra, Dios tenía la intención de otorgar a nuestros primeros padres el don inapreciable de la inmortalidad, aunque no sin antes haberlos hecho árbitros de su propio destino dándoles libertad para aceptar o rechazar la dádiva ofrecida. Con tal fin plantó en medio del jardín dos árboles magníficos que daban frutos de muy diferentes naturaleza; el fruto de uno de ellos llevaba la muerte al que lo gustase; el del otro concedía la vida eterna. A continuación envió a la serpiente para que saliese al paso del hombre y de la mujer y les hiciese conocer el siguiente mensaje: No comáis del árbol de la muerte, porque el día que lo hagáis moriréis sin remedio; más bien comed del árbol de la vida y viviréis eternamente. Pero la serpiente era el más astuto de los animales creados, y en camino hacia el cumplimiento de su misión se le ocurrió la idea de cambiar el mensaje; de modo que cuando llegó al jardín maravilloso y encontró en él sola a la mujer le dijo: Esto dice Dios: no comáis del árbol de la vida, porque si comiereis de él moriréis sin remedio: comed en cambio del árbol de la muerte y viviréis eternamente. La imprudente dio crédito a las engañosas palabras y comió del fruto fatal; lo ofreció también al marido, y él también comió. En cambio la sagaz serpiente comió del árbol de la vida. Por ese motivo los hombres han sido mortales y las serpientes inmortales desde entonces, porque las serpientes se despojan anualmente de su piel y así recobran la juventud. Si la serpiente no hubiese cambiado el amable mensaje de Dios y no hubiese engañado por consiguiente a nuestra primera madre, los inmortales habríamos sido nosotros y no las serpientes; y del mismo modo que lo hacen ellas ahora, nos despojaríamos nosotros, cada año, de nuestra piel y renovaríamos con ello eternamente nuestra juventud.

2. LA HISTORIA DEL MENSAJE ALTERADO

Los hotentotes cuentan que una vez, hace mucho tiempo, la luna quiso enviar a la humanidad un mensaje de inmortalidad, y que la liebre se ofreció para el papel de mensajero. Así pues, la luna le encargó que fuese a ver a los hombres y les dijese las siguientes palabras: Del mismo modo que yo muero y renazco de nuevo, también vosotros moriréis y volveréis a la vida. Por consiguiente, la liebre se encaminó en busca de los hombres; pero ya fuese por olvido, ya por malicia, invirtió el mensaje y dijo: De la misma manera que muero y no volveré a la vida, también vosotros moriréis y no volveréis a la vida. Entonces regresé donde se encontraba la luna y ésta le preguntó qué había dicho a los hombres al entregar el mensaje que ella le había encomendado. La liebre se lo dijo y cuando la luna se enteré de que el mensaje había sido cambiado se enfadó de tal manera que arrojó un bastón contra el animal y le partió el labio. Por eso el labio de las liebres se halla todavía hendido. Y la liebre escapó corriendo y aún sigue corriendo en nuestros días. Algunos dicen, sin embargo, que antes de huir clavé las uñas en el rostro de la luna, que aún conserva las huellas de la agresión, como cualquiera puede verificar por sí mismo en una noche de luna clara. Pero los namaquas todavía se sienten enojados con la liebre que les robó la inmortalidad. Los ancianos de la tribu solían decir: Todavía estamos enfadados con la liebre, porque nos trajo un mensaje tan equivocado, y por ello no la comemos. De aquí que cuando llega el día en que un joven ya crecido pasa a ocupar su sitio entre los hombres, se le prohibía comer carne de liebre e incluso ponerse en contacto con un fuego en el que haya sido asada una liebre. Si alguien desobedece la orden, no son raros los casos en que se le expulsa del poblado. Sin embargo, mediante el pago de una multa se le permite volver a formar parte de la comunidad…
Los nandi, del África oriental británica, cuentan una historia en la que el origen de la muerte es atribuido al mal humor de un perro, que trajo las nuevas de la inmortalidad a los hombres, pero que no habiendo sido recibido con la solemnidad debida a un embajador tan augusto, cambió el mensaje en un bufido de enojo y condenó a la humanidad al triste destino al que ha estado sujeta desde entonces. El relato dice lo siguiente. Cuando los primeros hombres vivían sobre la tierra un perro se acercó a ellos cierto día y les dijo: todos los hombres morirán, como muere la luna, pero a diferencia de ella, vosotros no volveréis a la vida a menos que me deis a beber leche de vuestras calabazas y a sorber cerveza con vuestras pajas. Si así lo hacéis, me arreglaré para que vayáis al río al morir y para que volváis a la vida al tercer día. Pero la gente se burló del perro y le dio a beber leche y cerveza en una bacinilla. Al perro le pareció mal que no se le sirviese en los mismos recipientes en los que se servía a los humanos y aunque se guardó el orgullo en el bolsillo y bebió la leche y la cerveza que le ofrecían de tan indigna manera, se fue muy enojado diciendo: todos moriréis y sólo la luna retornará a la vida. Por eso, cuando la gente muere ya no regresa, mientras que la luna se va y vuelve al cabo de tres días de ausencia. Si la gente hubiese dado a aquel perro una calabaza para que bebiese la leche en ella y una paja para sorber la cerveza, todos resucitaríamos al cabo de tres días después de nuestra muerte, como sucede con la luna. En este relato no se nos dice nada acerca del personaje que envió al perro con el mensaje de inmortalidad para los hombres; pero a partir de la referencia del mensajero de la luna y de la comparación con la historia contada por los hotentotes podemos deducir, con visos de probabilidad, que fue la luna la que empleó al perro para que llevase a cabo el encargo y que el animal, falto de escrúpulos, se condujo impropiamente y aprovechó la oportunidad que se le ofrecía para conseguir privilegios en beneficio propio, a los cuales no tenía, estrictamente hablando, derecho alguno.

En todos estos relatos se encarga a un único mensajero llevar un trascendental mensaje y se atribuye el resultado fatal de la misión al descuido o la malicia del enviado. Sin embargo, en algunos relatos de los orígenes de la muerte, son dos los mensajeros despachados y se dice que la causa de la muerte fue la tardanza del mensajero que llevaba la buena nueva de la inmortalidad, o su conducta reprobable. Se conoce una narración hotentote de la causa de la muerte, escrita conforme a esa versión de las cosas. Se dice en ella que en cierta ocasión la luna envió a un insecto con el siguiente mensaje a los hombres: irás a donde están los hombres y les dirás: del mismo modo que yo muero y muriendo vivo, así también vosotros moriréis y muriendo viviréis. El insecto partió a llevar el mensaje, pero en el camino le salió al paso la liebre que, deteniéndose a su lado, le preguntó: ¿cuál es la diligencia que te ha sido encomendada? A lo que el insecto respondió: me envía la luna a los hombres, para que les diga que así como ella muere y muriendo vive, también ellos morirán y muriendo vivirán. La liebre dijo: como tú eres un corredor mediocre, deja que vaya yo en tu lugar. Y se fue corriendo con el mensaje mientras el insecto la seguía avanzando lentamente. Cuando llegó junto a los hombres, la liebre alteró el mensaje que se había encargado oficiosamente de entregar y les dijo: Me envía la luna para que os diga lo siguiente: Así como yo muero y al morir desaparezco, de la misma manera moriréis también vosotros y desapareceréis definitivamente. Luego la liebre retornó a la luna y le contó lo que había dicho a los hombres. La luna se enfadó mucho y reprochó a la liebre lo que había hecho, diciéndole: ¿te has atrevido a decirle a la gente algo que yo no había dicho? cogió un bastón que tenía al lado e hirió con él a la liebre en la nariz. Por eso la nariz de la liebre ha permanecido partida hasta nuestros días.
También los negros de la Costa de Oro cuentan la historia de los dos mensajeros, que en esa versión son una oveja y una cabra. Uno de los nativos contó de la siguiente manera la historia a un misionero suizo de Akropong. Al principio, cuando existían la tierra y los cielos pero aún no había ningún hombre sobre la tierra, cayó una gran lluvia, y tan pronto como hubo cesado descendió del cielo a la tierra una gran cadena de la que pendían siete hombres. Estos hombres hablan sido creados por Dios y llegaron a la tierra con ayuda de la cadena. Trajeron con ellos el fuego y prepararon en él la comida. No mucho tiempo después Dios envió del cielo una cabra para que entregase el siguiente mensaje a los siete hombres: existe una cosa llamada Muerte; algún día golpeará a alguno de vosotros; pero aunque moriréis, no pereceréis definitivamente, sino que vendréis a mí, aquí en los cielos. La cabra emprendió el camino, pero al acercarse a la ciudad tropezó casualmente con un matojo de hierbas que le pareció apetitoso, de modo que se detuvo y comenzó a mordisquearlo. Cuando Dios vio que la cabra se demoraba en vez de seguir su camino, envió una oveja tras haberle entregado el mismo mensaje. La oveja cumplió su misión, pero no dijo lo que Dios le habla encargado que dijese, sino que alteró el mensaje de la siguiente manera: cuando os llegue la muerte pereceréis y no tendrás lugar alguno adonde ir. Más tarde llegó la cabra y dijo: Dios dice que moriréis, es verdad, pero que sin embargo no será ese vuestro fin, porque iréis a El. Pero los hombres le respondieron: no es así, cabra; Dios no te ha dicho eso. Lo que la oveja nos ha dicho antes que tú, eso debemos esperar.
En una versión ashanti de la historia, los dos mensajeros son también una cabra y una oveja y se atribuye la alteración del mensaje unas veces a uno de los animales y otras al otro.
En todas estas versiones de la historia, el mensaje es enviado por Dios a los hombres, pero en otra, recogida en la región de Togo, al oeste de África, son los hombres los que envían un mensaje a Dios. Dice la leyenda que en una ocasión, los hombres enviaron un perro a Dios para decirle que les gustaría volver a la vida una vez que hubiesen muerto. De modo que el perro partió a la carrera para entregar el mensaje. Pero en el camino sintió hambre y entró en una casa en la que un hombre estaba hirviendo unas hierbas mágicas. El perro se sentó y se dijo: este hombre está preparando algo para comer. Entre tanto, la rana había partido para decirle a Dios que, cuando muriesen, los hombres preferían no volver de nuevo a la vida. Nadie había encargado a la rana llevar mensaje alguno; se trataba de un puro entrometimiento e impertinencia de su parte. Pero a pesar de todo ello, ella se puso en camino. El perro, que se hallaba todavía sentado y vigilaba atentamente la cocción del caldo infernal, la vio pasar por delante de la puerta pero pensó para sí: tan pronto como haya comido algo no tardaré en alcanzar a la rana. Sin embargo, la rana llegó la primera y dijo a la divinidad: los hombres prefieren no volver a la vida una vez muertos. Más tarde llegó el perro y dijo a su vez: Los hombres prefieren volver a la vida una vez muertos. Naturalmente, Dios quedó perplejo y dijo al perro: verdaderamente no entiendo esos dos mensajes contradictorios. Como la primera petición que me ha llegado ha sido la de la rana, será ésa la que yo conceda. No haré en cambio lo que tú me pides. Por ese motivo mueren los hombres y no vuelven de nuevo a la vida. Si la rana se hubiese ocupado de sus asuntos en lugar de mezclarse en los ajenos, los muertos habrían vuelto a la vida hasta nuestros días. Pero las ranas vuelven a la vida cuando truena al comienzo de la estación de las lluvias, tras haber estado muertas durante la estación seca en tanto sopla el viento harmatán. Entonces, mientras cae la lluvia y retumba el trueno se las puede oír croando en el pantano. Vemos, pues, que la rana tenía motivos particulares para alterar el mensaje. Consiguió para si la inmortalidad que robó a los hombres.
Otras tribus bantúes, tales como la de los bechuanas, los basutos, los baronga, los ngoni y a lo que parece también la de los wa-sania del África oriental británica cuentan la misma historia casi de la misma manera. También se la encuentra bajo ropaje ligeramente diferente entre los hausas, que no son un pueblo bantú. Los baronga y los ngoni sienten aún hoy animosidad por el camaleón, que con su holgazanería trajo la muerte al mundo. Por eso, cuando atrapan un camaleón que trata de subir a un árbol le hacen abrir la boca y le echan entonces sobre la lengua un trozo de tabaco; el camaleón se retuerce y cambia de color, pasando del amarillo al verde y del verde al negro en medio de las agonías de la muerte, mientras los salvajes contemplan con regocijo sus sufrimientos y vengan de ese modo el mucho mal que esa bestia hizo a la humanidad.
De modo que en Africa se halla ampliamente difundida la creencia de que hubo un tiempo en que Dios tenía el propósito de conceder la inmortalidad al hombre, pero que su plan de bondad fracasó por culpa del mensajero encargado de llevar el mensaje de la buena nueva.

3. LA HISTORIA DE LA MUDA DE PIEL

Muchos salvajes creen que en virtud del poder de mudar periódicamente de piel ciertos animales, y en particular la serpiente, recobran la perdida juventud y no mueren nunca. En esa creencia, cuentan historias que explican cómo hicieron esas criaturas para recibir la dádiva de la inmortalidad, mientras que el hombre se quedaba sin ella.
Así por ejemplo, los wafipa y wabende del África oriental dicen que cierto día Dios, al que llaman Leza, bajó a la tierra y dirigiéndose a todos los seres vivos les hablé de esta manera: ¿Quién desea no morir? Por desgracia el hombre y los demás animales se encontraban entonces dormidos; solamente la serpiente se hallaba despierta y se apresuró a contestar: Yo quiero. Es la razón de que los hombres y los demás animales mueran. La serpiente es la única que no muere de un modo natural. Sólo muere si alguien la mata. Todos los años muda de piel y con ello recobra la juventud perdida y sus energías.
De modo parecido los todjo – toradja, de las Célebes centrales, cuentan que una vez, hace mucho tiempo, Dios convocó a los hombres y a los animales con el fin de determinar lo que habría de dar a cada uno. Entre los dones ofrecidos por la divinidad figuraba el siguiente: Nos desprenderemos de nuestra vieja piel. Por desgracia, en ese momento tan importante la humanidad se hallaba representada por una anciana ya senil que no oyó la tentadora propuesta. Pero los animales que mudan de piel, tales como la serpiente y los camaleones, la oyeron y aceptaron la oferta…
Los tamanachier cuentan una historia ligeramente diferente. Son una tribu india del Orinoco y su versión dice lo siguiente: según ellos, el Creador, tras haber residido en su compañía por algún tiempo, tomó un bote para cruzar al otro lado de las grandes aguas saladas de donde había venido. justamente cuando estaba apartándose de la orilla los llamó y les dijo en tono amistoso: Mudaréis de piel, con lo cual quiso darles a entender que al igual que las serpientes y los escarabajos, también ellos mudarían de piel y recobrarían de ese modo la juventud. Pero por desgracia una anciana que oyó aquellas palabras exclamó: iOh! , en un tono de escepticismo o incluso de sarcasmo que molestó de tal manera al Creador que éste cambié de tono al instante y dijo con irritación: Moriréis. Por ese motivo somos mortales.

Los habitantes de Nias, isla que se encuentra al oeste de Sumatra, dicen que cuando la tierra fue creada, un cierto ser fue enviado de las alturas para dar a la obra el último toque. Ese ser debería haber ayunado, pero incapaz de soportar los acosos del hambre comió unos plátanos. La elección del alimento resultó muy poco acertada, porque si se hubiese inclinado por los cangrejos de río y los hubiese comido, los hombres cambiarían ahora de piel como lo hacen los cangrejos y al hacerlo recuperarían continuamente la juventud y no morirían nunca. Pero tal como sucedieron las cosas, la muerte se ha instalado entre los hombres, como consecuencia de aquellos plátanos comidos en mala hora. En otra versión de la historia contada por las gentes de Nias se añade que en cambio, las serpientes comieron los cangrejos, que según los pobladores de Nias mudan de piel, pero no mueren; por eso las serpientes tampoco mueren, sino que se limitan a cambiar de piel.
En esta última versión se atribuye la inmortalidad de las serpientes al hecho de que hubiesen comido cangrejos, que al mudar de piel recobran la juventud y viven por siempre. La misma creencia en la inmortalidad de los crustáceos se manifiesta en una historia samoana acerca del origen de la muerte. Cuenta que los dioses se reunieron en consejo para determinar cuál habría de ser el final del hombre. Una de las propuestas fue que el hombre mudase de piel igual que los crustáceos y recobrase así la juventud. El dios Palsy defendía, en cambio, la propuesta de que los crustáceos mudasen de piel, pero que los hombres muriesen. Cuando todavía no se habla llegado a un acuerdo comenzó por desgracia a llover y se interrumpió la discusión. Los dioses corrieron a guarecerse, y con las prisas aprobaron unánimemente la propuesta presentada por Palsy. Por eso los crustáceos todavía mudan hoy de piel, mientras que los hombres no lo hacen.
Por consiguiente, no son escasos los pueblos que creen que el feliz privilegio de la inmortalidad, obtenible mediante el sencillo procedimiento de cambiarse periódicamente de piel, estuvo una vez al alcance de la especie humana, pero que por una desgraciada casualidad fue transferido a ciertos animales inferiores, tales como las serpientes, los cangrejos, los lagartos y los escarabajos. De acuerdo con otros, sin embargo, hubo un tiempo en que los hombres poseyeron ese don inapreciable, pero lo perdieron por causa de la imprudencia de una anciana. Así, los melanesios de las islas Banks y de las Nuevas Hébridas dicen que al principio los hombres no morían, sino que cuando se iban haciendo viejos mudaban la piel como las serpientes y los cangrejos, y resurgían jóvenes de nuevo. Hasta que un día una mujer que envejecía se encaminé al río para mudar la piel; unos dicen que era la madre del héroe legendario o mítico Quat; según otros, se trataba de Ul-ta-marama, Muda-piel del Mundo. La anciana arrojó al agua su piel vieja y observó cómo el agua la arrastraba hasta que quedó enganchada en un palo. Entonces se dirigió de vuelta a la casa, en la que había dejado a su hijo pequeño. Pero el niño se negó a reconocerla, llorando y diciendo que su madre era una mujer vieja y no aquella joven estrafalaria. De modo que para calmar al niño, la mujer fue a buscar la vieja piel y se la puso de nuevo. Desde entonces los hombres han dejado de mudar de piel y han muerto.
En las islas Shortland y entre los kai, tribu papú del noreste de Nueva Guinea, se cuenta una historia semejante de los orígenes de la muerte. Los kai dicen que al principio los hombres no morían, sino que recobraban la juventud tras haber mudado de piel. Cuando la vieja y oscura piel se les arrugaba y afeaba entraban en el agua y se desprendían de ella, y salían con una piel nueva, juvenil y blanca. Por aquel entonces vivía una anciana abuela con su nieto. Un día la anciana, cansada de sus muchos años, se bañó en el río, arrojó la vieja envoltura arrugada y regresé flamante a la aldea con su hermosa piel nueva. Transformada de ese modo, subió las escaleras y entró en la cabaña. Pero cuando el nieto la vio se puso a berrear y no quiso creer que aquella mujer fuese su abuelita. Todos los esfuerzos de ella para calmarlo y convencerlo fueron inútiles, de modo que al fin, enfurecida, regresó al río, sacó del agua la piel marchita y vieja, se la puso de nuevo y volvió a la cabaña tras haber recobrado su repulsivo antiguo aspecto de vieja bruja. El niño se alegró y dejó de llorar al verla, pero ella le dijo: Las langostas se desprenden de su piel, pero vosotros los hombres moriréis sin remedio a partir de este día. Y, efectivamente, así ha sucedido desde aquella fecha.

Los naturales de las islas del Almirantazgo cuentan una historia similar con ligeras variaciones. Dicen que una vez, hace mucho tiempo, existió una anciana y que era frágil. Tenía dos hijos, que salieron a pescar mientras ella iba a bañarse. En medio de las aguas se despojó de la vieja piel y surgió tan joven como lo habla sido hacía ya mucho tiempo. Al volver de la pesca los hijos quedaron admirados al verla. Uno de ellos dijo: Es nuestra madre; pero el otro respondió: Podrá ser nuestra madre, pero debería ser mi mujer. La madre los oyó y les preguntó: ¿Qué estabais diciendo? Y ellos le respondieron: Nada. Sólo decíamos que eras nuestra madre. Sois unos mentirosos, replicó ella. Os he oído. Si hubiese sido por mí habríamos seguido creciendo hasta envejecer, tanto los hombres como las mujeres, y entonces nos habríamos despojado de la piel y nos habríamos transformado de nuevo en hombres y mujeres jóvenes. Pero será como queréis vosotros. Hombres y mujeres envejeceremos y moriremos. Tras haber pronunciado esas palabras fue a buscar la piel desechada y se la puso de nuevo, con lo cual volvió a recobrar su antiguo aspecto envejecido. En cuanto a nosotros, sus descendientes, pasan los años y nos hacemos viejos. Pero si no hubiera sido por aquellos dos jóvenes pícaros, nuestros días no tendrían fin y viviríamos eternamente.

4. HISTORIA DE LA ANALOGÍA CON LA LUNA

Mientras que algunos pueblos han pensado que en los primeros tiempos del mundo los hombres eran inmortales en virtud de la facultad de despojarse periódicamente de la piel vieja, otros han atribuido el valioso privilegio a cierta simpatía lunar por la cual los hombres pasaban por estados alternos de decadencia y crecimiento, de muerte y vida, semejantes a las fases de la luna, sin morir jamás. Según este punto de vista, aunque la muerte en cierto sentido no dejaba de ocurrir, era neutralizada rápidamente por la resurrección, que por lo general tenía lugar, a lo que parece, transcurridos tres días, ya que son tres los días que median entre la desaparición de la luna vieja y la reaparición de la nueva. Así, los mentras, o mantras, una tribu de tímidos salvajes que vive en la jungla de la península malaya, dicen que antiguamente los hombres no morían, sino que adelgazaban cuando la luna menguaba y volvían a engordar a medida que la luna comenzaba a llenarse de nuevo. Por ello no había manera de controlar la población, que aumentaba de modo alarmante. De modo que el hijo del hombre principal de la tribu puso en conocimiento de su padre el estado de la situación y quiso saber qué se podía hacer para remediarla. El padre, alma bondadosa y tranquila, le respondió: Deja las cosas como están. Pero uno de sus hermanos menores, con una opinión más maltusiana acerca del asunto, dijo, en cambio, al joven: No; hagamos que los hombres mueran, como mueren los plátanos, y que dejen el lugar a su descendencia. La cuestión fue sometida al Señor de las Profundidades, el cual se pronunció en favor de la muerte. Y desde entonces los hombres han dejado de rejuvenecer como rejuvenece la luna y han muerto como muere el plátano.
En las Islas Carolinas se dice que antiguamente la muerte era desconocida, o más bien que era tan sólo un sueño breve. Los hombres morían el último día de la luna menguante y volvían a la vida al reaparecer la luna nueva, tal como si se despertasen de un sueño reparador. Pero un espíritu maligno logré de alguna manera que cuando los hombres dormían el sueño de la muerte ya no volviesen a despertarse.
Los wotjobaluk, tribu del sudeste de Australia, cuentan que cuando los animales eran todos hombres y mujeres, algunos morían y la luna solía decir: Tú, levántate de nuevo, con lo cual volvían a la vida. Pero en una ocasión un hombre anciano dijo: ¡Que sigan muertos!, y desde entonces nadie ha vuelto nunca a la vida, con excepción de la luna, que ha seguido haciéndolo hasta nuestros días.
Los unmatiera y los kaitish, tribus de Australia central, dicen que los muertos solían ser enterrados al pie de los árboles o bajo tierra y que pasados tres días siempre resucitaban. Los kaitish relatan cómo terminó tan feliz estado de cosas. Todo sucedió por culpa de un hombre del tótem del Sarapico (Curlew totem.nombre de cierto pájaro), que tropezó con hombres del tótem del Pequeño Wallaby (Especie de canguro) que enterraban a uno de los suyos. Por alguna razón desconocida los hombres del totem del Sarapico se enfadaron y, cogiendo el cadáver, lo arrojaron violentamente al agua. Evidentemente, después de aquello el muerto no podía volver a la vida, y por eso en la actualidad nadie regresa de entre los muertos después de tres días, como solía suceder regularmente hace mucho tiempo. Aunque en este relato acerca de los orígenes de la muerte no se dice nada respecto a la luna, por analogía con las historias precedentes se puede suponer que los tres días que los muertos acostumbraban a permanecer en la tumba eran los tres días durante los cuales la luna yace escondida en la vacía gruta interlunar.

También los naturales de las islas Fidji asocian la posibilidad de la inmortalidad humana, ya que no su real disfrute, con las fases de la luna. Dicen que hace tiempo dos dioses, la Luna y la Rata, discutían acerca del final más adecuado para los días del hombre. La Luna proponía lo siguiente: ¡Que el hombre sea como yo, que desaparezco durante algún tiempo y renazco de nuevo! Pero la Rata opinaba: El hombre debe morir, como mueren las ratas. Y esto último fue lo que se impuso.
Los upotos del Congo nos dicen cómo los hombres perdieron el don de la inmortalidad mientras que la luna lo conseguía. Cierto día Dios, al que llaman Libanza, envió a buscar a los habitantes de la luna y a los habitantes de la tierra. Los primeros se apresuraron a acudir a la llamada de la divinidad y fueron premiados por su presteza. Porque dijo Dios dirigiéndose a la luna- acudiste a mí en seguida, tan pronto como te llamé, no morirás nunca. Permanecerás muerta solamente dos días todos los meses, para que te sirva de descanso; y retornarás a la vida con esplendor aún mayor. Pero cuando las gentes de la tierra llegaron por fin ante Libanza, el dios se habla enfadado y así les dijo: Pues no habéis acudido a mi llamada tan pronto la recibisteis, habéis de morir un día y ya no volveréis a la vida, excepto para venir a mi.

Alfonso M. García Hernández
Profesor Titular de la Escuela de Enfermería y Fisioterapia
de la Universidad de La Laguna. Tenerife.
Última actualización: 12 enero 2001