Niños
Consideramos que conocer cuándo y cómo se desarrollan los conceptos de enfermedad y muerte en niños y niñas es fundamental para poder comprender los principios que los guían (Gonda y Ruark, 1984). De hecho niños y niñas alcanzan un entendimiento de los conceptos de enfermedad y muerte, en diferentes etapas, a través de un proceso personal que depende de su nivel evolutivo y madurez cognitiva más que de su edad cronológica. A rasgos generales entre los 2 y 5 años comienza a aprender lo que es la enfermedad y entre los 8 y 10 años ya posee una noción madura de lo que significa morir (Spinetta et al, 1981).
Durante los primeros 18 meses de vida (Etapa prelingüística) el principal desarrollo es sensorio-motriz, pues es a través de esta actividad que el niño adquiere confianza en sí mismo y en el mundo que le rodea. Niños y niñas de esta edad no comprenden lo que es una enfermedad y reaccionan al malestar físico que les produce el cáncer y sus tratamientos. No existe tampoco evidencia de que tengan conocimiento de que es la muerte, y en ello se pueden observar reacciones intensas de ansiedad y miedo ante la separación de personas significativas de su entorno (Foley y Whittan, 1990).
A partir de los 18 meses de vida (Etapa preescolar) el desarrollo más significativo ocurre en el ámbito lingüístico y a los 4 ó 5 años la adquisición del lenguaje ha progresado lo suficiente como para que pueda comprender la mayor parte de lo que se le comunica. Durante esta etapa se desarrolla un conocimiento profundo de la propia identidad ser independiente (Wiener, 1979). El cáncer a esta edad se vive como algo causado por hechos o agentes externos. En esta época el niño o la niña comienza a asociar inmovilidad como una característica de los organismos muertos y sigue mostrando reacciones intensas ante la separación de personas significativas de su entorno. La muerte es algo temporal causada por una fuente externa de la cual no es imposible el rescate, y que los muertos comen y respiran (pensamiento mágico). Con frecuencia la enfermedad y la muerte se perciben como un castigo por malos pensamientos y acciones (Gonda y Ruark 1984).
Entre los 5 y 9 años (Etapa escolar) a pesar del aumento de vivencias con el mundo exterior, siempre vuelve a la seguridad de la familia y el hogar (Easson, 1976), entienden que la enfermedad esta causada por gérmenes y otras fuerzas externas y comienzan a adquirir un entendimiento de las causas internas de la enfermedad. Ya saben que los organismos muertos no sólo están inmóviles sino que desaparecen. Piensan que la muerte es selectiva y que sólo afecta a los ancianos. Aparece una mezcla de fantasía y realidad, pudiendo relacionar muerte con sueño o con un ser sobrenatural (ángel o espíritu) o personificarla.
En torno a los 10 años, niños y niñas poseen un entendimiento adulto de las distintas partes del cuerpo y de sus funciones. Identifican causas internas y externas de la enfermedad y comprenden que en ocasiones son desconocidas. Como hecho social, el conocimiento maduro del concepto de muerte depende de las habilidades cognitivas del niño, de las experiencias previas y de factores socioculturales, así como de las actitudes de sus padres hacia la muerte y su capacidad para hablar abiertamente sobre ella. Podríamos definir el concepto de muerte, de niños y niñas, en este momento como: universal, irreversible y permanente (Wass Y Stillion, 1987).
Nagy (1942) realizó estudios en niños y niñas húngaras de la posguerra y definió claramente tres etapas en la adquisición del concepto de muerte:
1. La muerte como partida o sueño.
2. La muerte como hecho negativo inevitable, consecuencia de malos comportamientos.
3. La muerte como experiencia universal que representa el final de la vida corpórea.
Otros investigadores han encontrado diferencias significativas en la adquisición de este concepto dependiendo de factores históricos y socioculturales (Rochlin, 1967), aunque la Teoría de Nagy ha sido confirmada en estudios posteriores (Kliman, 1968).
En la adolescencia como breve aproximación podemos decir que las características más sobresalientes son:
1. Gran labilidad;
2. Descubrimiento del sexo;
3. Crítica a todo lo establecido;
4. Soledad y rebeldía;
5. Funciones de orientación;
6. Autoafirmación y autoestima;
7. Formación de ideales;
8. Maduración intelectual;
9. Establecimiento de una jerarquía de valores;
10. Madurez espiritual;
11. Búsqueda de su vocación y estatus (Maurer, 1964);
12. Egocentrismo versus altruismo;
13. Inseguridad emotiva;
14. Capacidad de abstracción;
15. Esfuerzo por adquirir experiencia;
16. Idealismo;
17. Necesidad de comprensión psicológica.
Dentro de las reacciones ante las señales premonitorias, se halla el temor. El miedo, a diferencia de la ansiedad, tiene un estímulo específico, localizado y conocido. Es posible que el temor sea la respuesta más típica e importante ante la muerte, Kastenbaum (1972). La muerte y el morir licitan una gama de temores específicos ante la amenaza por sobrevivir. Siendo quizá lo que más repugna a la aceptación de la muerte una alta autoestima. El hombre y la mujer tienen miedo a la muerte física (biológica y/o clínica) y a la muerte social (rechazo de la sociedad); ambas conllevan el dolor físico y psíquico (Kalish, 1966).
Tres niveles diferenciales habría que distinguir en el miedo a la muerte y al morir, con algunos matices específicos en consonancia con la edad, situación, personalidad y religiosidad:
1. Personal: Temor al proceso del morir (dolores, muerte inesperada, latencia prolongada entre una enfermedad terminal y el suceso de la muerte, enfermedades dolorosas, desintegración física, impotencia, invalidez, abandono, soledad…); temor al castigo post-mortem (espiritual o físico); temor a la precariedad económica, social y afectiva de los deudos; temor a la pérdida de la propia identidad; temor a la podredumbre; temor a la ruptura de proyectos; miedo a la agonía…
2. Del otro, especialmente familiares y amigos: Temor a los sufrimientos y duración de la enfermedad mortal; temor al moribundo; temor a los funerales y situación de duelo; temor al muerto; temor a visitar enfermos en situación terminal; temor a la ausencia y a sentirse abandonado; temor a la separación; temor al espíritu de los muertos.
3. Miedo a objetos, lugares y situaciones que recuerdan la muerte y el morir: Cementerios, féretros, hospitales, color negro, etc.
Reglas sencillas a recordar.
1. No tratar de engañar. No ahorre medios para evitar que el niño o niña llegue a creer que la muerte es una especie de castigo del cielo, por ningún mal pensamiento o mala acción, ni que él o ella sea responsable en modo alguno, ni que la persona desaparecida le haya expresado por este hecho su rechazo. Nunca hay que fingir que no ha pasado nada, o que el fallecimiento no ha ocurrido, o que su vida no va a cambiar, porque no tardará en persuadirse de lo contrario. Hable con el niño o la niña de la muerte en general, con el fin principal de evitar que llegue a creer que es el resultado inevitable de toda enfermedad o todo accidente, lo cual podría ser un inconveniente ante la vida en general y sobre todo, los hospitales, los cementerios, los guardias de tráfico, las ambulancias y demás cosas por el estilo.
2. Procurar dar a las preguntas, respuestas simples y directas, utilizando frases y palabras adecuadas a su edad y a su capacidad de asimilación. Hablando de la persona que ha muerto con la mayor naturalidad posible. Que el niño o la niña sepan que la persona que ha desaparecido todavía está cerca y nos quiere. Sugiérale que puede hablar con él o ella, pero no deje que llegue a pensar que está siendo vigilada en todo momento. Cuide sus palabras, procurando evitar sentencias como: “estará dormido mucho tiempo”, no vaya a establecer deducciones erróneas el niño que le hagan temer a la hora de acostarse y del dueño. Sí prefiere emplear expresiones como: 2está en el cielo”, “está con Dios” o “con Jesucristo”, hágale entender la diferencia entre éste concepto y visitar la iglesia.
3. Intentar comprender el contexto emocional y el grado de desarrollo para responder a sus preguntas adecuadamente. Los niños y niñas tienen su emotividad semejante a la suya; en cambio todavía no disponen de plenos recurso para entender sus propias emociones. Es importante hablarles de la pérdida común y del dolor que sienten todos, para que sepa que se le comprende.
4. Permitirle que participe en ceremonias fúnebres del tipo que sean, suponiendo que tenga la edad suficiente para comprender lo que ocurre (por lo general, a partir de los cuatro años). Cualquiera que sea su religión, o aunque no profese ninguna, los ritos son muy útiles para los niños, bien se trate de la liturgia oficial de una fe institucionalizada, o de un acto sencillo, de liturgia laica como si dijéramos, como poner una flor en un lugar especial para recordar a la persona fallecida o plantar un árbol. Explíquele de antemano en que van a consistir éstos actos y cómo debe comportarse. Sea como fuere, a niños y niñas les gusta tomar parte en los acontecimientos importantes de la vida familiar de acuerdo con su grado de comprensión y les ayudará a asumir la pérdida e iniciará el proceso de consuelo. A veces, el niño o la niña piden ver el escenario de la muerte; si expresa tal deseo, y si es posible, debe concedérsele. Si resulta totalmente indispensable y tiene que alejar a la criatura de la ceremonia, debe explicarle lo que ocurre y prometerle que más tarde va a tener su propia ceremonia privada. No debe existir diferencia de edad para participar en aniversarios y demás conmemoraciones, debiéndose evitar en éstos actos un ambiente morboso o demasiado luctuoso, sino más bien de la celebración de la existencia del ser que ya no está con nosotros.
5. Debe permitirse al niño o niña que recorra todas las fases del duelo, igual que si se tratase de un adulto. Es decir, que experimente la pena, el resentimiento, el miedo, la soledad, el rencor, la incomprensión, los remordimientos. Usted sabe que todo esto es normal, pero la criatura no tiene medio de saberlo y por lo tanto será necesario dialogar con ella para que nos exprese lo que siente, y poder tranquilizarla. Si el fallecido era un hermano o hermana, es razón mayor para no excluir al niño; que comparta nuestra pena pero sabiendo que no va dejar de quererle por lo que él mismo representa para nosotros. En estos casos debemos estar atentos a manifestaciones de trastornos psicosomáticos. Muchos niños se sienten algo culpables cuando se dan cuenta que están jugando o riendo poco después de un fallecimiento; hay que tranquilizarlos diciéndoles que eso no es malo, que la vida continúa para ellos y para nosotros, que jugar y reír no significa que vayamos a olvidar o que no echemos en falta a nuestro ser querido.
6. Los niños y niñas aman sinceramente a sus mascotas, por ello, cuando muera un animal de compañía deje que manifieste su pena lo mismo que si le hubiese ocurrido la muerte de una persona. Deje que se despida de su mascota, si es posible y parece indicado. Si decide comprarle otra, deje que pase el tiempo hasta que la criatura esté dispuesta y evitando dar a entender que el nuevo animal sea el sustituto del anterior que murió.
7. Puesto que no se trata de dar a entender que la persona fallecida no existió jamás, no se precipite a retirar de su vivienda o de su conversación todos los indicios de su existencia. Pero evite convertir la casa en un santuario o conservarla con el aspecto de estar esperando en cualquier momento que regrese el ser querido fallecido, ya que esto podría dar miedo al niño.
8. Si la criatura quiere acompañarnos al cementerio, se le debe permitir, pero se debe convertir la visita en una oportunidad para recordar lo bueno de la persona desaparecida, antes que un deber penoso. Si no quiere ir, no intente obligarla. Los niños mayorcitos expresan, en ocasiones, el deseo de ir solos, sobre todo si la persona fallecida era su padre, y debe respetarse esta necesidad de un momento de comunión privada con el desaparecido.
Los buenos o malos efectos de la experiencia vivida por niños y adolescentes influirán por mucho tiempo en su vida. No les obliguemos a enfrentarse con la muerte en la conversación o en la ceremonias del funeral o del entierro. Pero si parece no mostrar una curiosidad que es normal, ello puede ser señal de que ya la muerte ha provocado en él o ella más ansiedad de la que es capaz de soportar y por eso finge de que no le preocupa el problema. Los adultos, padres y madres debemos acercarnos a niños y adolescentes con tranquilidad y acomodarnos a su nivel de interés y preocupación. Ello no sólo les ayudará a adquirir unos conocimientos y sabiduría trascendentales para su salud interna y emocional, sino que nos ayudará a que aprendamos a ser más sinceros con nosotros mismos y con nuestros sentimientos íntimos y nos esforcemos por tratar con toda franqueza a nuestros hijos.
Alfonso M. García Hernández
Profesor Titular de la Escuela de Enfermería y Fisioterapia
de la Universidad de La Laguna. Tenerife.
Última actualización: 12 enero 2001